martes, 8 de mayo de 2012

Saliendo a ver...


El barrio (lo recordó ahora, lo supo siempre) no le traía, definitivamente, buenos recuerdos. La última gran mala noticia se la dieron un domingo a la mañana, cuando salió a pasear al perro y desde una casa salió un ovejero alemán ávido de sangre canina, directo al cogote de su mascota. Sólo un par de cadenazos y la reacción rápida del bicho evitaron la masacre.
Pero desde hace varios años, por más que las buscara, las provocara, las insinuara, las buenas noticias se negaban a mudarse a ese boulevard. En el siglo pasado, a la mitad de su vida, se encontró pintarrajeando el asfalto luego de ser humillado por una compañera de tercero BOD y por el 60% del curso que escuchaba tras la puerta que daba al patio de la casa toda su sarta de declaraciones pueriles de amor eterno que nacieron un año antes y se terminaron un año después. Su devoción a esa sonrisa, a esa piel dorada y a un trasero digno de verse, lo llevaron a cometer el (segundo) peor de los pecados que un hombre de 16 años puede cometer: la sinceridad. O mejor dicho, el sincericidio. Hurgó por los intrincados recovecos de su escaso laberinto y la pregunta eterna (por qué no yo, si no soy menos que él en...) nunca tuvo una respuesta. Y escuchó un nombre en una conversación del club, que le llamó la atención por cómo sonaba, y se imaginó vaya uno a saber qué cosas...
Poco tiempo después, logró salir de un intrincado camino para, esta vez sí, directamente encerrarse en un círculo de puertas con llave. Nada más que la inquebrantable convicción de que querían lo mismo, de que serían el uno para el otro, de que para ella no habría nadie mejor que él, de que en ella él veía todo lo que esperaba en una mujer (y en una improbable idea de familia que, si tenía un asidero, no era sino sobre apariencias y bases inexistentes) lo hicieron verla como la única mujer, la que él perseguiría hasta convencerla. Debió pensar que no era una buena señal la dirección de su departamento de soltera, pero "departamento de soltera" y "pensar", puestos en la misma frase, definitivamente no reflejan nada de lo que le pasaba por la cabeza cuando se enteró que se mudaba al barrio.
En una de las incalculables oleadas de fe extrema, que lo llevaban a invitarse al derpa, tratando de satisfacerle el eterno antojo de chocolate y dulce de leche y granizado, la vio. Y la recordó como siempre la había visto. Linda, obvio. Pero interesante, también, como con mucho más para dar de lo que se ve en su rostro, como si sus ojos mostrasen un universo que ni ella conoce pero que se antoja como un lugar que, si lo caminás con ella, no es tan malo. Y anotó en su mente miles de preguntas.
En el fondo de su resistencia, se jugó a la refundación. Dejó de dar vueltas sobre lo imposible (lo que no es de a dos, en estas lides, no es) y salió a ver qué onda por esas calles, otra vez. Si pudiera ilusinoarse, llamaría; si sintiese que lo que estos días no fue sólo producto de su crónica ceguera en cuanto a lo que ellas le dicen -y lo que callan-, probaría sentir las palpitaciones de un timbrazo inesperado. Pero, como quien no quiere la cosa, vuelve a ver que las calles son las mismas de siempre, y no sabe. Quién te dice que no te vuelvas a pata y sin un cobre otra vez.

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