miércoles, 24 de febrero de 2010

Para conformarse, se ha inventado el jamás...



A mis 20, no había relaciones que me hubieran marcado, sólo experiencias decepcionantes con mujeres que me gustaban y actitudes decepcionadoras con mujeres a las que yo parecía gustarles. Es decir que lo que había hecho mella en mi afiebrada conciencia primaveral/estival de enamorado, no era the real life, sino las pavadas que decían Dawson Creek y sus secuaces, pelis románticas donde el protagonista loser logra que Love Hewitt le de (una oportunidad…) y las innumerables parejas desparejas que me rodeaban, en donde ninguno de los flacos que salían con las mujeres valiosas de mi círculo parecían tener ningún encanto (lo que los hacía no inferiores a mí, sino iguales, o mejor dicho, permitía que mi autoestima subiera hasta equipararme a esa bola de moscos). Y en ese marco, es difícil medir qué es apropiado y qué no lo es, en este aún desconocido arte de conquistar a la mujer deseada. Tiramos martillazos a cualquier cosa que se asemeje a un clavo.
Entonces, me pareció súper apropiado, irresistible y hasta, reconozcámoslo, divertido, cantar una serenata en su ventana.
Ya tendrán lugar debajo para comentar, ahora sigan leyendo, por favor. No hacía mucho tiempo había descubierto a Silvio Rodríguez, y su canción Y Mariana me cayó justo. También estaba adentrándome (para no volver) en la música cubana en general y el son, la rumba y el guaguancó –lo que, para el mundo, se conoce y vende como “salsa”- por curiosidad percusiva, y resulta que a Mariana, que era alta y tenía un cabello muy rizado que se transformaba casi en rasta, le encantaba la salsa y el merengue. Todo parecía destinado a concretarse, y más teniendo amigos como los que presumo de granjearme. Encaramos la situación con una seriedad digna de mejor causa, y muy pronto los ensayos a 3 voces, con tumbadoras, guitarra y saxo, nos dieron el estado físico para salir a la cancha y romperla.
Llegamos un lunes al domicilio, bajamos los instrumentos y nos dedicamos a esperar alguna señal de vida en la casa, que nos indicara un buen momento para arrancar. Afinamos, repasamos rápidamente las partes del tema compuesto para la ocasión (como no podía ser de otra manera, un tema salsero), y mientras dábamos esos últimos toques, notamos el paso de un móvil policial primero sobre Independencia, luego sobre Libertad, para después verlo en la otra esquina, y otro patrullero (no podía ser el mismo, no le daba el tiempo) pasó nuevamente frente a mi auto. Uno de nosotros comentó como al pasar:
-Qué barrio complicado debe ser éste…pasaron 3 patrulleros por acá. O tal vez buscan a alguien…


No pasaron tres minutos de esa sesuda reflexión, cuando vemos salir de la casa donde estábamos detenidos (la de enfrente de Mariana), a un señor con cara de preocupación, de sueño y de ninguna gana de entender razones que no fueran las suyas.
-¿Qué pasa acá, maestro?-me increpó. Siempre consideré una genialidad la de pegar antes que te peguen, respondiendo a “no hay mejor defensa que un buen ataque”.
-Nada, no se preocupe, jefe…si me da un minuto le explico, bah, le cuento. Estamos…¿vio su vecina, Mariana? Bueno, le estamos…le vamos a cantar una serenata.- Pude adivinar la silueta de la mujer espiando detrás de la ventana, porque no había apagado la luz. El vecino nos miró un rato, pareció tratar de recordar la patente del duna, y, como si la explicación le hubiera llegado recién al cerebro anestesiado, nos azuzó con un tono entre paternal y cacerolero.
-Ah, pero Mariana viene tarde, siempre llega tarde a la noche. Y nosotros, entre vecinos, estamos siempre alertas, porque hay muchas cosas raras.
-Sí, sí…de hecho, vimos como cuatro patrullas, se ve que está jodido.
-Ah…se…está bravo…estem, sí…-el hablar del señor era otra vez, un tanto sacado.
Ya no nos sentíamos aptos, esa noche, para acometer la empresa. Si el vecino tenía entre sus planes escupirnos el asado, lo logró. Así que decidimos volvernos al pago, estudiando las futuras opciones para volver. Algo nos tranquilizó: estaríamos seguros y protegidos, la policía nos salvaría de cualquier ladrón que se aprovechara de nuestra artística ingenuidad.
Luego de contarle a Guille mi experiencia fallida, salí a buscar el almuerzo. La pizza se demoró un rato, por lo cual media hora me fue regalada para sentarme a la sombra de los árboles de la plaza, sobre Moreno. No terminé de llegar a la puerta, que debía golpear, porque Guillermo me metió prácticamente a la fuerza para adentro, con el rostro desencajado:
-Boludo, ¿ qué hiciste anoche?
-¿Y qué te conté? Lo de la serenata, pero te dije también que no pudimos…
-Bueno, ni se te ocurra. Acaba de caer la mina ésta, a cagarte a trompadas. Menos mal que te fuiste. Me dijo de todo. Que eras un mentiroso, un desubicado, que a su casa no tenías que ir, que no te quiere ver nunca más, y que fue una lástima que no los haya agarrado la policía. Es más, me dijo…pará que trato de acordarme textual…ah, sí, me dijo: “no entiendo por qué no los llevaron presos. Debe haber sido mi vecino, que me lo contó y se cagaba de risa, porque la mujer de él le pidió al comisario que los metan en cana”. Así que yo en tu lugar, me borro.
No hay cosa a la que le tenga más miedo que a la policía. Y a una mujer enojada. Entonces, acaté.
Año y medio después, de casualidad, la veo en un bar en el que ella trabajaba desde esa noche, y al que yo frecuentaba hacía unos cuantos findes. Su mirada no fue muy amistosa pero, profesional al fin, saludó. Y en cuanto la gente empezó a mermar, me acerqué a conversar el incidente. Me aceptó la disculpa, me aclaró que su enojo era porque yo dije boludeces (que juro no haber dicho), y me sorprendió dándome un beso en la mejilla –le daba la espalda y aplicó por atrás- cuando se retiró del bar.
Antes del hecho cuasi policial, del encuentro en El Mateo y de verla con un muchacho bastante mayor de la mano por San Martín, ya había sacado la conclusión que, de todas las pavadas que he hecho por culpa de las mujeres, ésta es una de las que menos ganas de arrepentirme me generan, tal vez porque fue hecha con sinceridad, arrojo, espíritu lúdico festivo, aunque haya sido una derrota catastrófica. Como le dijo Valdano a sus dirigidos una tarde que jugaron para golear y perdieron 4-0: “cuando se juega así, hay permiso para perder”.

martes, 23 de febrero de 2010

Para pretender, el mundo es largo...


Cuando en la mano sólo tenés un martillo, lo único bueno que te puede pasar es que te lluevan clavos, pensé, y fue lo único que me animó. Mariana era (se notaba) una mina ya hecha. Mucho más grande en edad y en vivencias, no fueron muchos los datos que pude recabar entre mis conocidos, aunque de a poco fui sabiendo: que era guardavidas en la sociedad Italiana, que había tenido una historia con el dueño de la zapatería donde trabajaba –donde yo la descubrí-, que tenía una moto roja, y que no era yo solo el que pensaba que estaba buenísima. Guille un día se ofreció a hacer mi recorrida laboral para verla y lo confirmó.
Todo este cardumen de datos, sumado a mi implacable timidez, obligó a que fuera muy pensado el martillazo. No tendría muchas posibilidades de pegar. Entonces, fui a lo seguro, a lo que no falla, al certero zarpazo del león: dejé una nota anónima, al costado del local, donde sólo ella accedía para guardar el scooter cuando volviera de almorzar.
Me sorprendí la tarde siguiente, cuando en el mismo lugar, encontré el reverso de mi nota, con una letra que no era la mía, que pedía muy poca información:
-¿Edad? (sin mentir)
Mi siguiente misiva, ya fue firmada. Respondí a su pregunta, con una verdad a medias:
-En enero cumplo 23.
Y era a medias, porque sí cumplo en enero. Pero eso fue a fines del 99, con lo cual a la respuesta le sobraban tres años. De todos modos, días más tarde, me apersoné en el local, presentándome como un amigo al que le gusta escribir a las mujeres bellas. Como era de suponer, la mentira duró poco, y quedó abierto el juego. No me echó a patadas, y eso ya era una buena señal. Sobre todo luego de poder mostrar mis verdaderas intenciones, al mismo tiempo que la hacía reir por primera vez desde el inicio de nuestra charla.
-¿Qué estás leyendo?-dije, señalando con un golpe de mentón al ejemplar que dormía al lado de la registradora.
-“tus zonas erróneas”-respondió interesada, ya que le había informado de mis estudios. Esperó un juicio crítico del libro, pero recibió muy otra cosa:
-Y decime…¿cuáles son tus zonas erróneas? Porque, la verdad, no se ven…
-Todos tenemos zonas erróneas, vos también las tenés- me tiró, haciéndose la desentendida. Pero entendió. Y sonrió, por primera vez, para mí.
Con el primer martillazo asestado, intenté más acciones destinadas a torcer su voluntad, que era, claro, no darle bola a un muchacho diez años menor que ella. Por eventualidades que aproveché, como que un amigo viviera cerca, logré conseguir su dirección, de su propia boca. Y una vez confirmado el dato, me aboqué al mazazo final, lo último que en mi mente inexperta y fantasiosa y desconocedora por completo del alma femenina y del sentido de la ubicación, consideraba como el golpe maestro que me aseguraría el éxito, la gloria o Devoto pero sin la parte que puedo ir preso. Los hechos me demostrarían que me apuraba a eliminar la segunda parte de la consigna.

domingo, 21 de febrero de 2010

O si no, no serás nada...

Hace unos años, discutiendo con mi viejo a causa de un comportamiento de los usuales en mí –vale decir, hacerme el boludo para no tener que cumplir con determinada tarea-, me dijo una frase que me dejó pensando ese día y a decir verdad, cada tanto me aparece a causa de acciones mías o de otros. A una tarea no cumplida, le agregué todas las excusas posibles, incluso un “qué querías que hiciera”, a lo que siguió su respuesta contundente:
-Vos tenés que hacer lo que tenés que hacer.
Y pensé mucho en tal respuesta. Obvio que uno analiza quién, cómo y por qué lo dice. Y también, qué es “hacer lo que se tiene que hacer”. Contextualizando la frase, hacía referencia a ayudar a mi abuela en lo poco que podía, ya que sufría una enfermedad terrible que se llevó su vida (padeció lo mismo que el negro Roberto Fontanarrosa, lo cual me lleva a pensar que es una enfermedad que sólo ataca a grandísimas personas), y de las muchas cosas que no podía ya hacer por su cuenta, me debo haber asemejado a un perro que pateó la olla, para después excusarse con huevadas.
Pero no era eso lo que movía a mi viejo a reprochármelo; me acusaba de fallar en algo en lo que mucha gente se especializa: el “deber ser”. Sin duda era mi deber de nieto cumplir con esa labor, pero me llevó a pensar cuánta gente se deja llevar por esa carga impuesta las más de las veces (pero no pocas veces autoimpuesta), y lo mal que resulta para nuestros sueños esa situación.
Me acordé de algún amigo que tiene que hacerse cargo del negocio familiar, para lo cual no tenía ningún talento. Lo ayudó la poca perspectiva que tenía su desarrollo académico, porque, aún proponiéndoselo, no lograría copiar un fragmento de doce renglones del deportivo de clarín sin faltas de ortografía. Y también, el hecho de que no se requería ningún talento más que el de manejar una camioneta y no tirar los maples de huevos, para ser considerado un empresario del rubro.
Tuve muy presentes a todos los músicos que hicieron trizas los sueños clasemediáticos de sus esforzados padres, dedicándose full time a aporrear el piano, sin un título de médico, abogado o ingeniero. Éstos pibes, agradecidos y endeudados moralmente (a diferencia de má y pá, endeudados monetariamente), sentían que no podían dejar de tocar si no se transformaban en el nuevo Horacio Lavandera o la nueva Martha Argerich. Estaban en mi memoria, también, los que siendo de la misma manera músicos por opción, se volcaron al rock, es decir, dejaron de aporrear el piano para aporrearse a sí mismos, avanzaron en el conocimiento y ya no duermen ni comen por el rock, que para ellos ya es un estilo de vida que hay que seguir y no la música, que cada vez tocan menos; para ellos, Pomelo es un pelotazo en contra, porque el reviente sigue siendo la tarea a cumplir, pero ahora se les ríen porque saben cómo llamarlos…
Ser padres es todo un tema, y sobre todo, de hijos no buscados. Y ahí el deber choca de frente contra nuestra idea de cómo llevar la vida. Porque por lo general, la edad en la que tenemos hijos coincide con el tiempo en que les sacamos la ficha a las cagadas de nuestros padres. Entonces, o hacemos todo lo contrario a lo que hicieron, porque no nos gustó en su momento, o juramos que no repetiremos esos errores, para cometerlos toditos y hasta con las mismas palabras, en cuanto haya alguna chance. Y si nuestros padres se separaron, o bien juramos ser los mejores padres del mundo y quedarnos siempre como una familia, o dudamos de nuestras ganas y nuestra capacidad para traer un hijo al mundo.
Muchos buscamos una mina “para poder presentarle a nuestra familia”, en la teoría. Pero si es una santa, probablemente busquemos otra paralela para no aburrirnos. Ellas, igual, lo tienen más pior. Muchos continúan la carrera de sus padres porque no quieren ni escuchar que los saquen de su burbuja en donde todo funciona. Una vez recibidos, ya saben para dónde tienen que ir, porque la huella está bien marcadita. La mayoría de los padres de la gente de mi generación continúa aún casada (no ya los que hoy tienen 45/50, sino los un poquito más grandes), porque todavía tienen la mochila del deber ser. Muchos políticos, en sus casas, juran dejar todo el próximo verano, y disfrutar de la vida que la lucha por el país que soñaron (ellos o sus patrones), para romper promesas –de nuevo- en la siguiente elección, porque renovaron contrato o porque realmente creen que pueden.
Y hasta algunos, porque hay que seguir con lo que viene, se compran un departamento en la ciudad y se van a planear su casamiento…

lunes, 15 de febrero de 2010

No todos se aburren en el hotel

Hombres, disfruten. Mujeres, envidien.
Cuán fácil es su vida!
http://www.youtube.com/watch?v=Ci1r6f0o3_I

miércoles, 10 de febrero de 2010

Basta de mirarme así



Las dos últimas cosas que supe del negro Valentín, hasta ayer, fueron: la primera, que un sábado a la noche, tal vez motivado por los objetos ofrecidos en la vidriera, destrozó el cristal de una peluquería del centro del pueblo, llevándose además varias pelucas que estaban en exhibición. Su explicación no fue mucho más aclaratoria que la nota del bisemanario que se encargó de difundir el hecho policial como una curiosidad (“me pintó”, fue la filosófica y polémica declaración al oficial que lo miraba ya no tan atónito como asustado); mas un tiempo después resolvió (el negro, no la justicia) que la hija del coiffeur, quien lo miraba mal cada vez que él pasaba por el negocio, y la cabeza que portaba la peluca rosa con permanente, que también lo miraba mal, lo provocaron y no encontró mejor manera de responder a tamaña declaración de guerra, que invadiendo territorio enemigo.*

La otra cosa que tuve el privilegio ya no de saber, sino de comprobar empíricamente, teniendo un téte a téte con él, es que es insoportable después de los primeros quince minutos de charla. Porque sus historias no tienen sentido, como si te estuviera contando un cuento leyéndolo de un libro que sólo conserva las hojas impares (y que no sean múltiplos de tres o cinco), y tratar de rearmar el diálogo luego de sus silencios es prácticamente imposible. Para alguien con cierta dificultad para entender determinados códigos de “la historia”, de “cómo pega tal o cual”, podría ser ardua la tarea de hilar los párrafos, ora larguísimos, ora bisilábicos, y lograr captar la anécdota. Para mí, que tengo esa traba y esa noche además me había autoimpuesto cuatro veces no tomar más (había alguien que decía que tenía gran fuerza de voluntad, porque había dejado de fumar 278 veces), fue directamente un suplicio auspiciado por del dueño de casa, nuestro amigo en común, quien como ya lo había padecido desde mucho antes, eligió compartir ese privilegio (el de la caída por sorpresa como siempre hacía), dejándome solo con Valentín.

No hacía falta ser demasiado avispado para darse cuenta que el negro tenía un físico apto para la lucha y el esfuerzo; si bien no era muy alto, no tenía nada de grasa en su cuerpo, eran cadenas de acero pegadas a los huesos. Y creo no recordar mal si digo que boxeaba en algún club. Sé que sus diversiones tenían bastante que ver con los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, o que al menos tuvo un montón de ellos. Dado que soy un apóstol de la no violencia, sus historias (ahora me doy cuenta) no me atrapaban por estar, muchas, fuera de mi alcance de razonamiento.
Así, entonces, tuve conocimiento de este muchacho, hace unos cuantos años; se lo solía nombrar en lo de Piter, como alguien a quien no se lo espera (a quien, en realidad, no se lo desea recibir); y antes de mi viaje al Uruguay, me pareció escuchar a Willy decirle al Piter “te manda saludos el negro, dice que hoy va a tu casa”.

Hoy, caminando por la dieciocho, llegando a la esquina de Convención, veo a alguien con unas facciones familiares, lo cual, obviamente, en la ciudad capital de un país vecino, hace ruido en la cabeza. Famoso no es, pensé. Entonces es argentino…es una cara particular…ya está, me dije. El negro. Iba a llamarlo, pero inmediatamente varias ideas golpearon como cachetazos que se le dan a quien se desmaya: no te va a conocer; de qué vas a hablar; y la más preocupante: mirá si se te queda pegado.

Rápidamente, entonces, desistí del encuentro, pero el destino es muy mal perdedor. Esa noche, pese a recorrer varios locales de Abitab para comprar la entrada, no pude conseguir mi acceso al desfile de llamadas, por lo cual decidí ir y verlas de parado, con la suerte que había municipales vendiendo remanentes de sillas, así que terminé instalado cerca del palco oficial. Esto hizo que pudiera ver a las comparsas desfilando en su mejor momento, buscando la mejor forma de bailar, sonar, agitar banderas, para impresionar al jurado. Los tambores del candombe rompían el aire, eran una manada de toros haciendo vibrar el suelo. Pero lo justo es justo, y luego de la agrupación número quince, todo es más o menos igual (en realidad, hasta peor, ya que las vedettes van decayendo conforme la comparsa sale atrás), con lo que ya estaba levantándome cuando, por segunda vez en el día, algo sacude mi paz.

Un moreno en cueros, con un tatuaje inmenso de tres gorilas entrelazados, se acerca (muy poco) respetuosa, alegre y cortésmente a correr a los fotógrafos oficiales, a los vendedores de pop (pochoclo, acá), a los nenes, y a cualquiera que pudiese estorbar el paso de la comparsa que ya venía con destino a Isla de Flores. Tenía la cara pintada del mismo modo que la cuerda de tambores, pero no me engañó: el negro. Por segunda vez, estuve tentado de gritarle, llamarlo, presentarme, hacerle el diagrama de cómo lo conozco. Pero en cuanto abrí al boca para articular un sonido, lo vi tomar del brazo a un fotógrafo, haciéndole soltar la cámara, y ante las quejas de los colegas, lo vi romper esa cámara tirándola al piso; me vio tratando de esbozar alguna palabra (no referida al incidente, claro), y me dijo en un tono no muy amistoso:
-Tú no viste nada, bó.

Me fui tranquilo por las calles de Montevideo, pensando que el mundo es muy chico, que hay gente a la que siempre es mejor perderla que encontrarla, y que una hamburguesa después de cinco horas de desfile de llamadas, no me vendría nada mal.

*(Por cierto que hay una razón mucho más verdadera y valedera, pero sería acusado de reduccionista, discriminador, pacato, y demás cosas que recibe quien alega consumos de sustancias “x”, por ende, la teoría del maniquí decapitado que mira con aires de sobrador tiene perfecta vigencia…)

martes, 9 de febrero de 2010

Estados de ánimo de un sábado invernal desde que oscurece.


Siesta. Historia soñada. Sobresalto. Ilusión de concretar sueño. Llamado. Invitación. Propuesta. Discusión. Lugares. Donde quieras. Ahí no. Batería baja. Llamado al fijo. Susurros. Bueno, vamos. Más tarde. Ducha. Plancha. Perfume. Nafta. Beldent. Timbre. Sentáte. Ruido de ducha. Pollera. Pantalón. Otra pollera. Zapatos. Dios es sabio, no somos ciempiés. Maquillaje. Salimos. Viaje. Charla. Nervios. Le digo. No va a querer. Ma sí, le digo. No quiso. Música. La de ella. Quejas. Cambiá de amigas. Llegamos. Mesa. No, de este lado. Vino. Cena. Preguntas. Calor. Postre. Vos. En serio, tarado. Vos con frutillas. Beso. Caricias. Volvamos temprano. Oscuro. Acá está bien. Manos. Muchas. Seguros bajos. Piel tersa. Lenny Kravitz. Besos. Chau blusa. Abrazo no fraternal. Tenés, imagino. Sí, tranquila. Atrás. Comunión. Gemidos. Roce. Calor. Vidrios empañados. Viene alguien. No. Somos uno. Boca. Mejillas. Frente. Cuello. Corazón. Bueh, entre esas está. Uñas clavadas. Ruidos. Pasa auto. No frenó. Ritmo. Placer. Galope. Explosión. Humedad palpable. Exhalación profunda. Soy almohada. Bajamos. Vidrios, no nosotros. Vecina. Amenaza. Rajemos. Olor a. Qué bien suena cuando lo dice ella. Vamos. Muy despeinada no. Mal cerrado. Guiñada, ya entré. Sueño. Autopista. Garaje. Heladera. Porrón. Dormir. Soñar no. Despierto es mejor.

viernes, 5 de febrero de 2010

Parece mentira las cosas que veo, por las calles de...

La primera escena es de hace un par de meses; siempre doy unas vueltas por el pueblo antes de irme a dormir, para ver si sigue todo igual (igual de chico, igual de bien, igual de mal). Y claro, recorro ciertos lugares puntuales, esperando ver quién sabe qué. En una de esas tantas vueltas del perro que se muerde la cola, entre su casa y un nuevo café con nombre de figura poética, los veo (a ella y a su novio) caminando con un desgano digno de mejor causa, hacia el café, para hacer algo, vio?
La segunda escena, es del lunes pasado, cuando, sin escuchar, pude reproducir en mi mente el cuadro, sin temor a equivocarme: ella señalando el auto, él cargando las bolsas de la verdulería, ambos con cara de no querer estar en ese lugar. “Ahí, ahí está, poné las cosas en el baúl, haceme el favor, dale, apurate”.
¿Será que simplemente soy un tipo con suerte, que no ha caído en las garras del desenamoramiento y la rutina, o soy tan pero tan ingenuo (sepan perdonar mi liviandad para juzgarme, donde dice “ingenuo” coloquen “estúpido”) que sigo creyendo que esas cosas a mí no me van a pasar?
De momento, debo decir que bastante bien las estoy evitando. Claro que al precio de no tener quién me pregunte qué hago escribiendo a las 3 de la mañana, si no tengo sueño, si no pienso dormir, porque mañana hay que hacer un montón de cosas, hay que hacer el pedido en la verdulería, sabés que no me gusta hacer sola las compras, claro, porque como yo sola, la sandía entonces traétela vos, y a la noche vamos hasta oxímoron, que no me sacás nunca a ningún lado…
Cuán fácil es mi vida…

jueves, 4 de febrero de 2010

Y un día, un día te veré contento...

...El día que te abrace el viento, de Durazno y Convención...