jueves, 29 de julio de 2010

Segundas partes nunca fueron...


Muchas veces uno toma libros, baja discos de la web, mira un cuadro en alguna revista, y en una primera lectura de cada uno de ellos, realiza un juicio crítico que, en la mayoría de los casos, no se revierte. Dios (o Bill Gates, lo mismo da) sabe cuántos millones de álbumes de gente que se esfuerza grabándolos, y tanta otra que se encarga de piratearlos y subirlos a la web, se escuchan una vez y, esperando tal vez más golpe a los sentidos, una mayor demostración del potencial del artista o bien, debido a un estado de ánimo que ningún tipo de canciones podría cautivar en ese momento, los usuarios lo borran de sus rígidos tan rápido y con los mismos escrúpulos que como les llegaron.

Si bien con la palabra escrita es un poco distinto, ya que aún leer en la pantalla nos resulta un poco incómodo, los libros sufren otro tanto en lo concerniente a la falta de oportunidades, sumándole además una gran desventaja: hoy, leer libros está mal. No quiero detenerme en ese punto, porque lo creo innecesario (no van a encontrar a nadie que les diga que llegó a lo más alto en cada profesión a la que se apunte, sin leer un solo volumen de nada), pero sí en el hecho de que, por ejemplo, ya debemos superar el escollo de las quinientas páginas de un libro de extensión media, para saber el final. Una vez que decidimos, porque la historia nos atrapó o bien porque no somos de los que abandonan la lucha una vez empezada, llegar a la última página, ahí termina la historia, ahora sí sabemos qué pasó. Y ya, se acabó. Muy posiblemente nunca más volvamos a tocar ese ejemplar, porque "ya lo leí, hace un tiempo, y ya sé de qué la va".

A no confundirse: no los acuso, a mí me pasa todo el tiempo. Y es por eso que me senté a contarles que NO ES ASÍ. He tenido miles de oportunidades de releer textos, por obligación o por simple gusto, y no me ha pasado con todos, pero sí con tantos como para que valga la pena expresarlo: volver a meterse en ese micromundo, desde otra posición, nos transforma, casi siempre y casi en su totalidad, la idea primigenia que teníamos del libro en cuestión.

Ejemplo concreto: hace muchos años, leí un libro que trataba de dos viejos que en el final de su vida, se reencontraban; habían tenido algo en su adolescencia, y él nunca había podido olvidarla, y pasó su vida intentando lograr algo de ella. La dama lo había rechazado, se casó, enviudó, y empezó a disfrutar de la compañía de su enamorado eterno, hasta hacérsele imprescindible en su tramo final. Una historia, pensé y dije infinidad de veces, que no debiera ocuparle ni el 20% de las hojas que usó. Una historia "chiquita", decía yo.

Ayer acabé de releer, en 48 horas, toda la historia de nuevo. Y debo decir dos cosas: la primera, que no va a alcanzarme la vida para pedirle perdón a Gabo por la osadía, la temeridad, la soberbia y la ignorancia con que tan libertina y abiertamente rebuznaba la grandilocuencia y el despilfarro en su historia. La segunda, es que la historia me parecía chiquita, porque mi historia de vida, también lo era; y creo que a medida que esta segunda avance hacia lo inexorable, el libro me parecerá cada vez más grande, y le sobrarán cada vez menos palabras.

No lo abandones, él nunca lo haría.

-Código amarillo, Manuela Maisón 5657.
-Copiado, ya en camino.

La dirección les resultaba familiar a Diego y a Hugo; ya habían ido unas cuantas veces este mes, e Irene los atendía como podía, con su enfermedad y su pobreza a cuestas. Entraron en la calle de zanjas, que ya no podía se denominada "calle de tierra", con mucha precaución para no encajarse con la ambulancia, como ya había pasado en junio, cuando el barro hizo imposible el acceso y caminaron los doscientos metros desde el asfalto a la casa de la afectada, sabiendo que Beto no dejaría de ladrar hasta que los médicos no atendiesen a su dueña.

Una vez en la casilla, el ovejero alemán, con ojos tristes de perro viejo, miraba a la mujer con la que vivía desde aquella tarde en que un Renault 12 no pudo frenar y le rompió la pata; ella lo levantó, lo llevó a su hogar (no éste, el que habitaba con su familia), lo curó como pudo y lo mantuvo a su lado aún en las peores circunstancias (viudez, abandono, y todo lo que trae ser pobre en el tercer cordón del conurbano). Irene les explicó lo mejor que pudo, con sus pulmoes arruinados por una neumonía que se resistía a tratar para no perder sus trabajos en las casas que limpiaba, los nuevos síntomas y las indicaciones que le habían dado en la clínica, las que siguió y también las que no siguió. Los de la emergencia le ordenaron reposo, y que consiguiera, cuando se le acabaran los que le estaban dejando de muestra gratis, los remedios que le recetaba el doctor.

Dos semanas más tarde, el llamado volvió a ser motivo de visita de los empleados de la emergencia, quienes ya habían notado que Beto oficiaba de portero y de maestro de ceremonias de una reunión que distaba de ser placentera, pero no se despegaba ni de Irene ni de los médicos, hasta no ver en su ama algún gesto de tranquilidad. Y esta vez, este gesto no llegó, ya que el estado general de la señora empeoraba, así que fue necesario llevarla a la clínica (en un arresto de lucidez, uno de los patrones le costeaba el servicio que incluía no dejarla morir en el hospital, para mandarla a sufrir lo indecible en la única y decadente clínica privada del centro del partido) e internarla para estabilizarla. Beto seguía todos los movimientos con cierta calma. Pero sus ojos transmitían mucho más. Cuando la ambulancia llegó a la clínica, Gastón se asombró:
-Che, Hugo, ¿ese no es el perro de la enferma?

Hugo no lo podía creer, y tampoco lo podía negar: Beto los había seguido, tan rápido como le dieron las piernes, tan agitado como su corazón, y montaba guardia frente a la entrada de ambulancias de la clínica, que estaba a la vuelta, al lado del acceso a las oficinas de la empresa de emergencias. Allí se quedó los cuatro días que Irene estuvo internada, escrutando a cada uno de los médicos, camilleros, enfermeros, que veía entrar y salir, con esos ojos que no podían sino mostrar el alma en un hilo que ese animal tenía, el miedo a quedarse solo, la imposibilidad de hacerse entender para que alguien lo tranquilice. Al cabo, era lo más cercano y parecido a un familiar, que ambos tenían.

El último frío de agosto fue, también, el del último llamado. Ya era inaudible la voz de Irene, el sonido como de papel estrujado cada vez que intentaba respirar llenaba el caudal que atravesó la línea telefónica, y el código subió un color, al rojo furioso que indicaba la proximidad de un desenlace fatal. El perro lo sabía, y no dejó de ladrar severa y copiosamente hasta que Hugo y el médico lograron derribar la puerta y subirla a la ambulancia. Mientras el médico y el enfermero trataban de estabilizarla con la máscara de oxígeno, el conductor vio por el espejo retrovisor el galope desesperado de Beto, tratando de alcanzar el móvil 3, que ya estaba por entrar a la clínica.

Tras doce días de agonía, el corazón de Irene se cansó de preguntar en silencio por Beto, y afectado por unos pulmones que ya se declararon en huelga de aire, dejó de latir. El animal, desde el momento en que llegó a la clínica, no se movió, esperando noticias de su ama, y Hugo se autoasignó la tarea de mantenerlo alimentado mientras durara la estancia de Irene. Cuando ésta renunció a la vida, no tuvo el coraje para mirar a los ojos a ese perro que nunca abandonó la puerta de la emergencia, esperando ver salir de nuevo a la que le había salvado la pierna y las ganas de seguir andando. Hasta que por fin, Un día de lluvia luego de tres del suceso funesto, Beto lo miró, Hugo soltó una lágrima que no llegó a frenar, y el perro pareció entender.

Hace cuatro años que Beto monta guardia esperando ver salir a Irene, y nunca se movió de la puerta de la emergencia. Aún los nuevos médicos y los enfermeros que entraron después de ocurrida esta historia, lo conocen como "el perro de la Eme"; si entendiera, creo que se enojaría. Beto ya tiene una dueña.



miércoles, 28 de julio de 2010

In words of the philosopher Jagger...



Mientras cargo en otro lugar con uifi, porque este donde estoy va patrás, les dejo este video con los 2 culpables de que hoy escuche a sus majestades satánicas: Dr House y este tema.

Salud.


Qué lindo que es estar en Mar del Plata...


Había planeado todo. Gracias a la ayuda de una compañera, averiguó la dirección del hotel donde iba a hospedarse la delegación, que incluía a ambas, su amiga y su objetivo. Le contó a su padre, menos por dejarlo tranquilo avisándole de su escapda (que no era la primera, ya conocía los bailes en Luján y los inicios en el amor físico que había realizado con el mismo modus operandii, aunque a éstas las avisó después de hechas) que para manguearle las llaves del derpa en San Bernardo, desde el cual tenía pensado ir y venir hasta la Feliz, estableciendo en su habitual lugar de veraneo su central de operaciones.

Al final, por varias razones, la económica en primer término -la dificultad de ocultar la movida a su madre durante más de un fin de semana era el segundo y más temido-, decidió reducir la excursión de reconquista a una salida el sábado por la mañana, y luego ver qué pasa. Así que salió en bondi hasta Moreno, luego el 52 hasta once, y de ahí subte y combinación a la estación Constitución, para colgarse del tren que pocos años atrás se publicitó como el que llegaría a Mar del Plata en 4 horas, y que él sabía por comprobación empírica que a Pinamar, destino anterior, no tardaba menos de seis.

Para sobrellevar este trámite, cargó en su mochila 4 ó 5 cassettes (antes del mp3 y todo eso, existían estos métodos arcaicos de música portable) de lo mejorcito que estaba escuchando por esas épocas, incluyendo el concierto grabado en un cromo directo de la Rock & Pop, de Page y Plant, y El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, que Mariana le había prestado, con la intención de que él no se quedara con la idea de que Gabo sólo hacía cosas como éstas. Devoró el libro, porque entre todas las cosas que maquinó para este Camel Trophy de la candidez adolescente, no tuvo en cuenta comprar pilas para el walkman, que enmudeció a la altura de Temperley.

Casi llegando a destino, se congratuló por su decisión de llevar el libro, que lo puso a prueba; "cómo una historia tan chiquita", se decía, "que cualquier tipo con ganas de escribir, la hubiese desarrollado en cien páginas, este colombiano la pone en quinientas", y cosas así, de las cuales, seguramente, tendría tiempo de arrepentirse. En esas conjeturas estaba cuando vio los andenes de la estación, y comenzó a caminar hacia el Hotel Corcel, guiado por las indicaciones de los quiosqueros.

Llegó a la termninal de micros, que estaba pegada al hotel, arrepentido de su arrebato. Si hubiera pensado un poco mejor la situación, si hubiera investigado un poco la ciudad antes de viajar, no habría viajado en tren, por obvias razones. Se consoló pensando que una profundización de las previsiones era una posibilidad segura de que alguien descubriese sus planes, y esta improbable hipótesis, con todo lo agarrada de los pelos que parecía, lo conformó. Se acercó al puesto de Havanna que se encontraba en uno de los locales del edificio siempre rebosante de gente con bolsos, y compró media docena de alfajores de chocolate, porque sabía que a ella le gustaban el chocolate y el dulce de leche, y que estos productos traían ambos, y del mejor, y ahora sí, al hotel.

La delegación de Hockey, de la que ella era integrante, había salido el día anterior, llegando a Mardel por la madrugada, con lo cual, a las siete de la tarde del sábado, recién estaban en los preparativos para salir a comer todas juntas, luego de acomodarse en las piezas y dormir la siesta. El lobby era un racimo de quinotos, tal era el color de los conjuntos que les habían provisto. La número cinco, que además de jugadora era amiga, y conocía a ambos, a él y a su obsesión, cuando lo vio en el hotel, no pudo evitar darse vuelta, con una cara que variaba entre varios gestos de desagrado, sorpresa y preocupación, que se resumen en un "ah, bueeeno!!!", sentidísimo. O sea que no contaba con ella para conseguir el tan ansiado contacto con su perseguida. Luego de hablar con su amiga, la que le había pasado los datos del hotel, le arrancó el dato del número de pieza, la llamó por el conserje y la entrevista se concertó.

-¿A qué viniste?

Ante la pregunta, que tenía iguales dosis de sorpresa, curiosidad, indignación y hastío, no supo qué responder. Se dio cuenta de que, tal vez, el hecho de olvidarse las pilas para el walkman no era lo más importante que no había pensado, ya que se encontró sin nada para decir. Es cierto que su intención era que una acción como la que él había encarado, la de cruzar las rutas argentinas sólo para verla, la conmoviese, pero también sabía de su carácter y su orgullo, y eso transformaba su iniciativa en, al menos, una ingenuidad manifiesta. De modo que, como pudo, con los restos de su cerebro ya freído y de su ánimo nada festivo, rescató de su mochila la bolsita con los Havanna.

-A traerte esto.

Y salió, con la satisfacción del deber cumplido, pero con la impresión de que el mensajero, sin esquela que traer, sin recado que dejar, sin noticias del frente de batalla, se había comprado una gran cantidad de números de esa rifa en la que se sorteaba su muerte. Paró en la peatonal, comió sin ganas, y enganchó un tren que salía hacia Constitución. Cuando abrió los ojos, el vagón estaba casi vacío, y fue víctima de un entusiasmo digno de mejor causa cuando vio que en el asiento de enfrente suyo, había monedas tiradas en la cuerina del mismo. Le alcanzaron para tomarse un taxi hasta Once.


viernes, 16 de julio de 2010

Lo mejor de la TV, son los comerciales

A tono con el título del post, quiero mostrarles lo que, salvo honrosas excepciones y el Fútbol para Todos, me hace prender la tele.
Estos animales tienen todo lo necesario para ser considerados lo más valioso de la TV.

Mientras generamos cosas propias, les dejo estos detalles.

Salud.

lunes, 5 de julio de 2010

Algo tienen estos años, que me hacen poner así


Uno de los primeros CD que compré con "mi" dinero (que a los 13 se compone, básicamente, de regalos de cumpleaños de parientes que no saben qué diantres regalar a un adolescente muy poco expresivo), fue "El amor después del amor" de Fito Páez. Independientemente de que no haya sido muy original, pues más de medio millón de tipos hicieron lo mismo que yo, fue un disco que básicamente gasté. Por muchas causas; sin duda una de ellas es que es un gran disco. Tiene 14 canciones y muchas de ellas están en la cabeza de todos, como "Brillante sobre el mic", que le ganó a "amigos" de los Enanitos verdes como canción que cantan todos juntos en despedidas de algo, "Tumbas de la gloria", "La rueda mágica" o la que da título al CD. Mas yo tengo en mi tope de ranking a las otras canciones, las que no salieron en FM Hit.

Una de ellas, además, ostenta el dudoso privilegio de transportarme directamente a los primeros meses de mi primer año de secundaria, época de mi vida en la que realmente no tenía media idea de donde estaba ubicado. Y además de lo hormonal, empezaban a aparecer cosas que me corrían del eje. Y más que cosas, personas.
El primer día de clases de 1993, compartía algunas, poquitas, certezas con un par de compañeros de primaria, algunas otras con gente conocida que iba al A o al C, pero que recayeron en el BOD, y muchas dudas con gente que no sabía qué esperarse ni qué ofrecer. Fue así que, una vez arreados por los preceptores, nos encolumnaron más o menos por las caras y nos derivaron a un aula cuando terminaron los saludos. Ahí fue que la vi.

Sería probablemente el hecho de ser realmente la única nueva, que no hizo la primaria en el colegio. O bien, que tuviera un apellido que yo conocía pero que ciertamente no sabía de dónde. No, nada de eso. Lo cierto es que me pareció bellísima. Tenía los ojos grises, con algún toque oscilante entre el verde y el ocre. Unos cachetes un tanto desmedidos para el resto de su anatomía. Y una sonrisa que no se vendía por dos mangos, pero que una vez desplegada, eclipsaba cualquier cosa que anduviera dando vueltas por ahí, el sol incluido. Demás está decir que me enamoré de Cecilia. Y eso, compañeros, fue lo más raro, lo más violento, lo más insufrible, lo más extrañamente agradable que me haya tocado vivir. El despertar de una sensación tiene la fuerza para derrumbar una montaña, pero la fugacidad de un insulto provocado por darle un rodillazo a la pata de la mesa. Quien no haya sentido esa sensación (el despertar del amor, no lo de la mesa), goza desde ya de mi infinita conmiseración. Pero no nos desviemos.

Creo haberles dicho que debíamos acomodarnos a nuestra nueva realidad, de estudiantes de nivel superior. Así que, por un lado, quedamos los que veníamos de 7° b, más algún agregado. Éramos un lindo grupo, estudiosos la mayoría, de familias conocidas entre sí la mayoría, y daba la casualidad de que la mayoría éramos, también, hermanos mayores. Y por otro lado, con buena onda pero con diferencias, quedó establecido el grupo de los capos, los jodones, los grossos, del cual obviamente yo no podía ser de la partida, y donde, naturalmente, fue a parar Cecilia, que, como los demás, tenía hermanos mayores que les proveían de ropa Rip Curl, música de avanzada (ya sea en la época, como Nirvana o Ugly Kid Joe, como símbolo de identidad, Rolling Stones por caso, o bien de concepción más política, Silvio, Milanés, etc), qué sé yo...onda.

Así que ahí salimos, a remar contra mis propios prejuicios, los de mi familia (que, como queda dicho, al ser hijo mayor no sabían bien dónde, cómo ni cuándo dejarme hacer o limitarme), los del grupo cool, porque debía mostrarle a ella, que yo no era sólo alguien que le dejaba alfajores debajo del banco, que no era sólo aquel que dejaba notas hechas con la compu, que tenía algo más que una sonrisa boba y nerviosa y comentarios pretensiosamente inteligentes pero objetivamente boludísimos para hacerle las pocas veces que se me acercaba, y que yo no era menos que los pibes con los que accedía a compartir tardes de juego de la copa, habitar casas abandonadas y, eventualmente, saborear esos labios que yo deseaba.

Recuerdo que esa noche, la del cumpleaños de la otra Cecilia, salvo ir al baño, servirme coca cola, o comentar una canción con el colorado, no hice otra cosa que mirarla, sentado contra la puerta del patio. Ella estaba cerca del equipo de música, las sillas escaseaban y yo, viendo que intentó sentarse, me ligué una linda cara de traste de Maxi, quien al final entendió y me perdonó que casi lo haya dejado caer al sacarle el asiento y dárselo. Luego de unos minutos de silencio, ella tomó el CD y puso el tema 5, que me toca desde ese día alguna fibra del pasado cada vez que lo escucho, pues vuelvo a ver sus ojos sintiendo que nada te importa en la ciudad. Oyendo su voz, naturalmente muy poco clara, cantando con énfasis que es como hablarle a la pared, y la recuerdo volviendo a poner el tema luego de media hora, sólo para nosotros dos, porque ella quería volver a escucharlo y yo quería todo lo que saliese de ella esa noche. Y no fue suficiente escucharlo 4 veces esa noche (y hubieran sido más, de no ser porque ya había gente aburrida que se dio cuenta de que el CD fue el mismo durante 3 horas); en los meses que siguieron puedo asegurar que escuché al menos una vez por día esa canción.

Intenté infructuosamente convencer a Cecilia de lo bueno que sería darme la oportunidad de ser su noviecito, ese año; y dos años después también. Nos guardamos un buen recuerdo del otro, lo sé, porque cada vez que nos encontramos (una vez cada 3 o 4 años), tenemos tela para cortar, hablamos un ratito de nuestras vidas, le cuento de mi mayor aburguesamiento, me cuenta que estudia teorías sociológicas post-postestructuralistas y un montón de otras cosas
a las cuales no sé ni con qué cuchillo se debería atacar, le cuento de mi separación, me cuenta de lo grande que está Antonio, y prometemos vernos en breve, aunque esta vez posiblemente yo cumpla y toque timbre.

Sé que debe seguir escuchando Silvio Rodríguez, pero no sé si sabe que me lo hizo descubrir; no sé si sigue escuchando Pearl Jam, a pesar de que me esmeré en grabarle un lindo cassette con los temas de Ten, Vs y No code. Aunque nada de esto siga pasando, ese pétalo de sal con forma de tema 5 sigue trayéndome a la puerta del salón a esos ojos grises con un poco de aspecto culposo pidiendo perdón por llegar tarde, y devolviéndome a mi espíritu la tranquilidad de que el flaco y Fito siguen cantando para este sueño, este sol, que ayer y hoy y siempre pareció tan extraño.