viernes, 29 de enero de 2010

Conectados, podemos (arruinarla) más

Hoy, leyendo blogs que son de mi absoluto interés, fui a dar con este texto de Hernán Casciari (autor de la obra en la que brilla Gasalla, "Más respeto que soy tu madre"), en el que plasma mejor de lo que lo hubiera intentado hacer yo, mi idea respecto de la telefonía celular...Léanlo, en serio no tiene desperdicio...

http://orsai.es/2008/10/el_movil_de_hansel_y_gretel.php

miércoles, 27 de enero de 2010

El no poder de la mente

“cómo la mente selecciona lo que quiere retener, y a veces ni nos pregunta”, reflexionaba Gonzalo mientras cruzaba la 9 de julio esa tarde noche de agosto. Ese pensamiento le surgió, como casi todos los que no olvidaba, atrás de una seguidilla de ideas que le provocó el acordarse, íntegras y sin confusión entre la ubicación de sus estrofas, las letras de “Samantha” de Machito Ponce, y “como un idiota” de Beto Medrano y sus perros largos y verdes. Gonzalo sabía que esas cosas que su memoria (bastante poco confiable para el corto plazo, por lo demás), testaruda y autoritaria, le ponía delante de la nariz, no le servirían nunca para su vida diaria, ni siquiera como mérito simpático para cucardear ante alguna fémina.
Muchas otras características que poseía –y de las cuales no podía deshacerse-, lo convencían de que no tenía mucho que ofrecer al sexo opuesto en esta etapa de su vida, por lo cual decidió, aprovechando un dinero extra de una changa en su (tan seductor) hobby de reparador de PCs, pasar por alguno de esos departamentos privados que abundan en el microcentro, y tener un encuentro íntimo con alguna trabajadora del amor. Aclaro que ya encontraré un mejor momento en el texto para escribir “puta”, no desesperen…
Claro, eso debía hacerlo antes o después de levantar en Villa Crespo un par de zapatillas que Diego, su primo, le había encargado, enterado éste del viaje de Gonzalo a la capital. Por lo cual, primero organizó su agenda, concertó la cita con Soraya (Meli en otra de las carteleras sexuales), y se dirigió rápidamente al PV de la calle Libertad. Le asombró lo desértico del aspecto de esa cuadra a menos de 70 metros de Corrientes, con sus joyerías de miles y miles de pesos cerradas con rejas dignas de un zoológico pobre del interior. También le asombró, pero no tanto, que la 840 le dijera que Soraya estaba ocupada, cuando diez minutos antes le confirmara su presencia y disponibilidad. Con mucha tranquilidad, Gonzalo dijo:
-Sé esperar.
Y este último suceso sí lo asombró: la imponente figura de Soraya saludándolo, pidiéndole que la disculpara y volviera en un rato. Gonzalo creyó tocar el cielo con las manos; como no lo hacía a menudo, y además tenía la política (bastante razonable) de que, de pagar, pagaría por mujeres con las que no creía tener posibilidad alguna; “Si garpo, que sean las minas como las de las revistas”, solía decir(se), consideró acertadísima su elección. Entonces subió por Corrientes para tomar el subte B hasta Malabia.
Levantó las zapatillas rápidamente, en un trámite que, con viaje ida/vuelta incluido, no le demoró ni 45 minutos, el lapso solicitado en su cita. Llegó con la bolsita marrón de las zapatillas, y dejó la billetera, el celular y el reloj sobre la misma, para no olvidársela.
“Sería de muy mala leche, además de incómodo, olvidarme esto…con las cosas encima, no hay chance”. Ahora sí, con todo organizado, estaba listo para disfrutar de una hora de sensaciones placenteras. Soraya era lo que esperaba y más. Pensó que muchas cosas detrás de ese negocio le eran inimaginables, porque ella en particular, y muchas otras que no conocía pero había visto en fotos, podrían tener a cualquier hombre que se les antojara, eran lindas, jóvenes y evidentemente sabían de la vida, tenían calle (hecha), y sin embargo, elegían una vida al revés, en la que gente como Gonzalo creía acceder a su anhelo erótico más grande, cualquiera podría tenerlas, se invertía la ecuación.
Una vez anunciado el final de su tiempo, Gonzalo procedió a vestirse, encender el celular, calcular qué podría haber hecho con los 300 pesos que acababa de quemar en lujuria, colocarse el reloj, buscar en uno de los pliegues de la billetera el papelito del estacionamiento, y raudamente se dirigió al mismo, para lo cual debía pasarle por al lado al Obelisco de nuevo. En eso estaba precisamente, cuando un nuevo ramalazo mental le trajo una estrofa de “Samantha”, y lo dejó seco en la plaza de la República.
-La bolsa. No te puedo creer…
Lo decía sin expresión, en voz alta pero casi inaudible, como una oración que se reza pensando en otra cosa, y su atención estaba puesta, claro está, en la frase que le marcó el camino de la noche de ese jueves: “cómo la mente elige lo que quiere retener”, y la completaba: “y lo que no quiere…”.
Nuevamente llamó al PV, deshaciéndose en disculpas, y tuvo la suerte de que la situación, a ojos de las trabajadoras, fue vista como risueña. Arregló con la regenta que la bolsa bajaba sola en el ascensor, pero entre el 4° y la planta baja, aparecieron nuevas trolas que trabajaban en otros pisos, de las cuales una no sabía en qué piso, día o mundo estaba, y la otra, con mucha cara de fastidio, entendió las señas que hacía Gonzalo desde la puerta, miró la bolsa con un asco digno de mejor causa y mugiendo un “¿esto es tuyo?” le tiró la bolsa al pecho agitado del contrariado ex cliente devenido rescatista.
Cruzando por tercera vez en la noche la avenida más ancha del mundo, que ya en esta ocasión le parecía ya ancha y ajena, sólo pensó en comer algo para reponer tanto trajín, llegar rápido a casa y dormir, tratando de dejar descansar a su atribulada mente; realmente creyó oportuno pedirle disculpas a su cabeza, suponiendo que la próxima vez, no sería víctima de sus caprichosos flashes, y evitaría olvidarse cosas en lugares inconvenientes. Estaba resignado, eso sí, a sorprenderse tarareando “el chico del otro lado de la barra”…todo no se puede.

lunes, 25 de enero de 2010

Móvil de exteriores

La noche se prestaba al diálogo; estábamos solos, habíamos bebido (más yo que ella) de un rico vino, el cual tuvimos que enfriar un poco porque no somos tan sofisticados como para soportar un tinto a temperatura ambiente cuando ésta no baja de 30 grados ni aún a las diez de la noche. Además, de algún modo, estábamos de festejo: ella inauguraba su hogar independiente –no de soltera, porque su novio existía, muy a pesar mío y un poco a pesar de él-. Y si bien no puedo arrogarme demasiados méritos sobre la buena nueva, sí había tratado de aconsejarla de la mejor manera ante su situación (sus sobreprotectores padres no querían dejarla volar, con diversos artilugios que fueron desde el construir en el terreno aledaño a la casa paterna, hasta la amenaza de vender la misma; y de esos sutiles métodos coercitivos yo sabía), y sin querer llevar agua para mi molino.
Pues bien, ahí estábamos, comiendo unas empanadas y escuchando buena música (dudo que en ese equipo vuelva a sonar Amy, o ese sublime dúo de la mina del bluegrass y don Plant), cuando ella recibe un llamado, que inmediatamente adiviné.
-Se enojó, porque le dije que estaba con un amigo y no le dije con quién-. Asentí en silencio, con la muy buena excusa de tener ¾ de empanada en mi buche, pero disfrutando de la situación.
No mucho después de eso, escuché su letanía: no se decidió a venirse conmigo, cada vez que vamos a su casa tenemos que ver la tele con su mamá, teníamos algo ahorrado para comprar pero se echó para atrás, mejor no me hubiera ayudado con la mudanza, me salió más caro porque se olvidó la llave, entre otras cosillas más o menos graves.
No puedo mentir: definitivamente yo estaba más contento (o entusiasmado, lo mismo da) con la mudanza que su novio, y probablemente también lo estuviera más que ella, e inmediatamente pensé cuántas cosas le faltaban a ese depto recién construido para ser un hogar.
En sus problemas laborales estábamos (¿es que acaso nadie podía darle una opinión o un consejo de buena leche, pensando en ella y no en lo que al resto le cerrara, que el más centrado era yo, que la había perseguido durante diez años?), cuando me dice: vení, te quiero mostrar algo.
Subimos a la terraza. La verdad es que la vista era fantástica. La noche también lo era. Sí que se podía ver casi todo el pueblo (ahora seguro que es imposible, por todas las cosas que se han construido de un tiempo a esta parte), y la verdad es que nada me importaba. Acordamos ir a comprar un televisor con el descuento de un banco, le comenté que cerca de mi trabajo podíamos rellenar esos puff bastante hambreados (ya volveré sobre esto), y en un momento que no puedo precisar, estábamos brindando por su independencia, en la baranda de la terraza, con la noche de cómplice y el pueblo como gran alfombra roja, y no sé por qué pude contener el impulso de besarla como realmente se merecía (se merece), con amor, con sangre, con la adrenalina de lo robado. Y sobre todo, con la sensación de que no se iba a resistir más de 6 segundos.
Ojalá ese instante en el que todo puede pasar durara esa eternidad de seis segundos; con la velocidad de un papel que se quema, esa milésima de eternidad ni siquiera tiene un punto de quiebre definido, solamente deja de ser posible y ya. Y una vez fuera de ese trance, seguía escuchando la serie de desencuentros con su pareja, en la que caballerosamente terciaba a favor del ausente de las orejas en llamas, hasta que no pude más, y utilicé la frase que sabía que alguna vez en la noche me iba a ver obligado a decir:
-Vos necesitás un tipo como yo.
Ampliaría, si no fuera indigno: inteligente, voluntarioso, culto, gracioso a su modo (al menos, siempre se rió conmigo, por todas las veces que se ha reído de mi), dispuesto, disponible (en ese momento era verdad, no siempre lo fue, aunque si era para ella probablemente lo fuera), estem, culto, independiente, trabajador, y…culto.
A cada defecto o renuncio del caído en desgracia, tenía una buena respuesta a mi favor, y curiosamente ninguna incurrió en la mentira o la exageración; era tan poco lo que pedía, que lo recibido, como corresponde con nosotros, era en consecuencia mucho menor, casi ridículo, en contraposición con lo que ella hacía, y sobre todo, escasísimo en comparación a lo que yo mismo ofrecía en mi malograda relación con mi ex. O sea, me sobraba paño para tenerla conmigo para toda la vida. Excepto que ella no lo creía. No lo creyó hace tiempo, no se animó a comprobarlo en su choque, y no tuve la energía para hacérselo creer esa noche.
Tal vez ya no tenga la chance que ella crea que lo que dije, que necesitaba a alguien de mi calaña, no fue solamente un pedido egoísta de sacarme las ganas de probarlo; me fui sabiendo que tenía razón, pero con esa sensación que nos genera la certeza de lo inevitable, cuando la verdad no nos hace ni libres, ni felices, ni nada. Sólo ignorantes, nomás

miércoles, 20 de enero de 2010

Juntos.

Sabía que no sería una noche más. Algo en ese ambiente, que no era el mío pero no parecía el de nadie, me daba una señal, me pedía sacrificios que yo estaba plenamente dispuesto a hacer, siempre y cuando fueran consecuentes con la oportunidad, como tantas otras veces creí (y tantas, tal cual habrán acertado, confundí con esta).
María buscaba en su bolso el teléfono de un pariente que no debía residir muy lejos. El reloj, moroso y gamba, no corría con la velocidad de costumbre, la que siempre me la arrebataba de mi lado casi antes de llegar a verla (o 4 horas después, lo mismo daba cuando de despedidas se trataba con ella). Caminábamos por las calles de Matheu, las de siempre, de casas bajas, de calles de extraños adoquines hexagonales, que le daban al pueblo un aire de distinción que, por otra parte, los 147 y los Uno tunning que yiraban por la estación con Supermerka2 y El Polaco a todo dar, se empecinaban en volear hacia campo rival. Todo estaba como hace quince años, como hace cuatro meses: el club, la calle Salvador Melo, la esquina de lo de Cacho, devenida cyber, la casa donde viví los finde de mis primeros 8 años, en lo de mi abuela –que ahora era la casa de Adriana-, el YMCA del otro lado de la vía. Y sin embargo…
Nos cansamos de buscar referencias inútiles, mudanzas, o simplemente datos inconexos; dondequiera que fuera que su primo estuviera alojándose, no estaba más cerca de Matheu que la puerta de Bradenburgo. A los pocos minutos de abandonada la pesquisa, un dato me era revelado casi por accidente: el relativo buscado no lo era de María, sino de Juan. A esta revelación la hizo todavía más relevante, la pretendidamente triunfal y concretamente patética irrupción en cuadro del citado Juanchi, quien hasta el momento no nos había dado una señal de vida, tal vez inconsciente o tal vez muy seguro de las consecuencias que dejarnos solos podría traer a su relación con María.
Pero la importante es ella; ella con su obstinación en encontrar lo que busca, allí donde lo está buscando; ella con su inocencia, incapaz de entender que lo que para algunos es vicio, para otros sólo es necesidad o placer fugaz; ella con su millar de preguntas sin respondedor, ya que la respuesta saldrá de los labios que no espera.
María salía de las casas, entraba en los pasillos, preguntaba a los comerciantes, dónde podría encontrar a Juan. Y yo, un poco atontado, muy aplastado (“por la calor, pero acá tamos bárbaro, mire vea, en la capital dicen que tienen cuatro grados más”, al decir de una señora entrada en carnes/años/clarines), trataba de recomponer en mi agitada cabeza en qué momento habíamos perdido a Juanchi. Cualquier semejanza con la negación, será automáticamente negada…
Resignada a su suerte o a quedarse conmigo, farfulló un par de maldiciones, un mamá me lo dijo, cuatro o cinco que no aparezca porque lo mato, una decena de justo a mí me tiene que pasar esto, y juré (le juré) acompañarla sin hablar. Sentía arder mis venas, ante mis ojos cerrados pasaban imágenes como diapositivas sin control y en 4500rpm, sabía que no podría mantener el juramento más de seis minutos. No puedo precisar en qué momento María comenzó a esbozar una disculpa por su modo de tratarme, y el nuevo corte de la escena nos encontraba sentados sobre una cama sin hacer, y con sus ojos cavando un hoyo de cien metros en mi cerebro.
Si alguien amó alguna vez, seguro que sintió lo mismo que su pregunta me hizo (violentamente, cual latigazo emponzoñado, con la fuerza de una cargada ante todos tus compañeros de tercer grado, aunque tan severamente positivo como no he podido encontrar equivalencia), de un tirón y sin ambages, sentir esa noche:
-¿me querés todavía?
Atiné a defenderme con evasivas, del tipo “por qué me preguntás eso ahora”, o “de qué sirve que te lo responda si vos…”, pero cuando la mirada de interrogación se convirtió en mirada de cachorrito abandonado en la gaona, no pude más que responder con la verdad. Y descubrí, mientras esa verdad salía de mi boca sin filtro y sin red, 2 cosas: que ese filtro y esa red, muchas veces son las flechas que dirigen el real sentido de nuestras alucinadas confesiones. Y que telefé y sus avances de las novelas de la tarde quemaron el bocho de mi generación.
-Te amo, desde el primer momento en que te vi.
Vi su historia quebrarse, ví las astillas que mi confesión hizo volar por los aires de su seguridad treintañera, oí caer pedazos del espejo en que se reflejaba a diario para poder sostener su convivencia. Y sé que la desarmé. Al mismo tiempo, una voz repetía su letanía, la cantinela era insostenible, como siempre que quien nos reprocha algo tiene razón:
-Franco de Vita, hijo de puta…quince años persiguiendo a esta mina y le decís un pedazo de una canción de Franco de Vita…
No pude parar de escuchar, como si fuera el soundtrack de mi sueño cumplido, esa canción en mis oídos; juro que intenté escuchar todas y cada una de sus propias ideas sobre ella, sobre Juan y sobre mí, incluso las que me favorecían (que no eran tantas, por otra parte…); lo único positivo era que mientras tanto, había logrado conquistar a la mujer de mi vida, sin más argumento que mi entrega absoluta.
Otra vez el reloj hizo de las suyas y esos momentos de plañidera felicidad se fueron como empleado municipal a las dos. Mi estado oscilaba entre una feroz energía proveniente de lo vivido, y un cansancio digno de un partido con alargue bajo la autopista en enero. Recapacité, fijé mi vista en la pantalla del celular (que era, a la postre, lo único que tenía cerca) y entendí que la recaída física venía de un día entero sin pegar un ojo. Busqué a María para invitarla a una siestonga reparadora, o una vida de sueños compartidos –esto sólo lo pensé-, pero no estaba a la vista. Decidí dormir para encarar el primer día del resto de mi vida. Por hoy, ya he vivido más que suficiente, me dije con una autoindulgencia exagerada.
Y entonces, el reloj de la mesa de luz, la verdadera, la de mi pieza, de la que parece que no me había ido, dio las 8 am y me levanté para sacar la basura. Si no, con esta calor, mire vea…