martes, 25 de mayo de 2010

Árboles de fuego para Navidad


Sin duda, una de las cualidades de la música es lograr transportarnos a distintos estados de ánimo, a veces mejorándolo, a veces simplemente acentuando nuestra tendencia con algún tipo de resorte emotivo que se activa al reconocer o escuchar por primera vez alguna canción, una letra, un fragmento de la melodía o simplemente, como ruido de fondo que, por esos extraños mecanismos que se conectan en nuestra mollera, se graban en nuestro inconsciente hasta el momento justo en que se disparan hacia el centro de nuestra atención, como imágenes venidas de la nada, que a la nada van, pero que mientras duran, nos sacuden igual que un cachetazo con el que se despierta a los desmayados, o se quiere volver a la lucidez a quienes en un rapto de locura, desvarían y divagan en pavadas dichas sin conexión.

Y lo que me pasa con determinadas canciones, como a otros les pasa con una foto, un perfume, incluso una comida, es que escucharlas es un viaje al momento, al lugar y a las sensaciones que asocio, a veces con lógica y otras no tanto, a ese pedazo de vida. Son muchísimas, es más, hasta sospecho que tal vez este sea el primero de varios post que inauguran una sub-sección dedicada a experiencias similares.

Todo esto para decir que, en el año 2003, noviembre para ser más precisos, paso por Stelmar y veo que Mario coloca en la vidriera un objeto cuadrado de dibujos raros (y feos, si cabe) con predominancia del color naranja. El coso cuadrado era un CD, en su caja, por lo demás. Y era de Los Piojos. El nuevo, el último, Máquina de Sangre, del que ya había leído algo en el Sí de Clarín, pero del que no sabía fecha exacta de lanzamiento. Se sabía que el corte sería Como Alí, que no tenía, por lo demás, otros hits, y no mucho más. A esa altura del mes, sorprendentemente (o no tanto ahora que recuerdo...estaba sin novia oficial, que a veces sale más caro pero no era este el caso), me agarró con plata y lo compré sin preguntar precio.


Lo fui escuchando a la vuelta a casa, y antes de entrar el auto a la noche, escucho el track 10, y como una especie de paréntesis, me vuelve a la memoria una tarde que no voy a poder olvidar.

Verano, diciembre, miércoles. Pasado el mediodía, Salgo de la oficina con toda la intención de realizar, con autorización, dos o tres diligencias extralaborales: recoger, en ticketek (Viamonte y Florida en ese entonces) el regalo de Navidad para José, esto es, la entrada al primer recital que Roger Waters realizaría en el país. Y de paso, también, las entradas para el partido que esa misma noche, San Lorenzo jugaría para ganar su primera copa internacional, la Mercosur. Además, la empresa realizaba su brindis de fin de año en el Castelar. Por lo que se ve, una agenda cargada.

En viaje, me sorprende a la altura de Nine una aglomeración de autos, y cuando se alcanza a disipar la misma, veo que la causa de dicho amontonamiento era que la autopista estaba cortada por manifestantes. Nos desvían a todos hacia Panamericana, por ruta 23. Y de ahí en más, fue sentir la desolación. La primera sensación de desolación: el más cercano, EL Chivo, estaba literalmente en ruinas. Más adelante, todos los mercados más o menos grandes, tenían las persianas rotas, mucha gente alrededor, y móviles inmóviles policiales. Lo volví a ver en el Dia% de Pilar, tal vez el más estremecedor de todos los saqueos que ví esa tarde.

Cuando al fin logro llegar a Panamericana, recuerdo la soledad de ese viaje. Era muy poca la gente que transitaba por ese monumento al tránsito, y el epítome de la congestión, la endemoniada avenida General Paz, parecía la ruta 178, la que va de Pergamino a Alcorta. Nadie.

Llegado a destino (Lima y avenida de Mayo), termino los trámites laborales y me dedico a lo interesante. Las cuadras que caminé hasta llegar a Florida me mostraron un microcentro extraño, con un clima enrarecido que, sin embargo, no podía precisar a qué podía deberse, tan concentrado estaba en los tickets. La peatonal, ciertamente, provocó una segunda sensación de desolación, y ya me encontraba un poco más atento dado que tenía conmigo en ese entonces, lo que había ido a buscar.
Pero ciertamente, la vuelta hacia el Castelar fue lo que más recuerdo de esa tarde.

El regreso lo emprendí subiendo por lavalle, hasta Pellegrini. Les recuerdo, era miércoles. Estábamos cerca de las fiestas. Eran las 17.30 cuando me encontré, en Pellegrini y Sarmiento, mirando hacia la 9 de julio, la avenida más ancha del mundo, la que hoy luce con todo la parafernalia del Bicentenario, a escasos metros del Obelisco. Y esa tarde de diciembre, con un cielo plomizo, con un viento inexistente, vi algo que no creo vuelva a ver: la avenida desierta. Ni un auto. Nadie. Traté de cotejar esta sensación con otras personas que vieran lo que yo. Y no pude. Tampoc había nadie transitando por las veredas. Y recién ahí me percaté de otra nimiedad: los negocios, estaban cerrados.

De ahí en más, sólo puedo decirles que sentí miedo, Y les puedo asegurar que fue el momento de mayor miedo de mi vida. Uno puede disgustarse con algo, saber que lo que viene no es algo placentero, desear que el próximo momento no fuese a pasar porque se sabe lo mal que uno lo va a pasar. Pero miedo de verdad, creo, se le tiene a lo desconocido, a lo que no se entiende, a lo que no se sabe por dónde nos va a pegar. Lo mismo deben haber sentido (al menos se asemeja a lo que ciertas pelis de la segunda guerra me transmiten) los jerarcas nazis que acompañaban a Hitler en su bunker, durante los últimos días de los bombardeos en Berlín; esa calma tensa que sólo es el preludio a la sirena de los detectores de bombas. Esa sensación de ciudad paralizada, no podría ser nada bueno. No había chance de que algo terrible no fuera a pasar en ese estado de cosas. No sé si les dije que ese miércoles, de diciembre, tenía fecha 19. Y el año era el 2001.

Escuchando "dientes de cordero", ya desde el vamos, con esa armonía opresiva, ese riff de guitarra nada somplaciente pese a su facilidad de ejecución, esa pesadez tanto en el fraseo de Ciro como en la cadencia armónica, me llevaron de los pelos a esa tarde. Ni que hablar cuando, llegado el estribillo, escucho "Y ahora quién se viene, y ahora quién se va", y lo de la sangre en la vereda. Que la noche es larga y cómo pega el sol...

Meses más tarde, en mayo, comparto Vélez con mi hermana y Ciro cuenta que escribió ese tema, justamente, por todo eso que viví esa tarde, y lo que muchos más vivieron las tardes siguientes, con (muchísimo) peores resultados que yo. Ciertamente, esos días, el país se rompió, y ambos, desde nuestra perspectiva, lo vi(vi)mos.

San Lorenzo salió, en enero del año siguiente, campeón de la copa; vimos uno de los más fabulosos recitales, con sonido cuadrafónico y todo, y estaba clarísimo que el recital entero estaba dolarizado, ya que los llaveros más pedorros estaban a $17 y las remeras eran directamente impagables. Pero no es de eso que me acuerdo cada vez que a Ciro le duele cantar.

1 comentario:

  1. Mira vos, no nos cruzamos de pedo, ese dia pase justo a tiempo para aspirar (por primera y unica vez en mi vida, graciadió) los gases lacrimogenos por corrientes y 9 de julio. Ah, y tuve que irme caminando desde constitucion hasta el centro porque no habia subte. Ni bondis. Ni taxis. Que manera de correr... no sabia si escaparme de los policias o del moncholaje que queria descuartizar a cualquier persona que tuviera trabajo. Y aquel otro dia esperando el bondi en plaza miserere, como a las 2 de la mañana, agolpándonos en el 52 antes que llegara la manifestacion que venía creo que por rivadavia causando destrozos... Que lindo año, 2001...
    Otro tema, no solo a Ciro le duele cantar, a mi tambien me duele cuando canta Ciro. Y si Vicente, Lopez, Planes y Blas Parera hubieran estado vivos este lunes próximo pasado lo habrían acribillado a balazos, como dijo un amigo mio una vez...

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