lunes, 5 de julio de 2010

Algo tienen estos años, que me hacen poner así


Uno de los primeros CD que compré con "mi" dinero (que a los 13 se compone, básicamente, de regalos de cumpleaños de parientes que no saben qué diantres regalar a un adolescente muy poco expresivo), fue "El amor después del amor" de Fito Páez. Independientemente de que no haya sido muy original, pues más de medio millón de tipos hicieron lo mismo que yo, fue un disco que básicamente gasté. Por muchas causas; sin duda una de ellas es que es un gran disco. Tiene 14 canciones y muchas de ellas están en la cabeza de todos, como "Brillante sobre el mic", que le ganó a "amigos" de los Enanitos verdes como canción que cantan todos juntos en despedidas de algo, "Tumbas de la gloria", "La rueda mágica" o la que da título al CD. Mas yo tengo en mi tope de ranking a las otras canciones, las que no salieron en FM Hit.

Una de ellas, además, ostenta el dudoso privilegio de transportarme directamente a los primeros meses de mi primer año de secundaria, época de mi vida en la que realmente no tenía media idea de donde estaba ubicado. Y además de lo hormonal, empezaban a aparecer cosas que me corrían del eje. Y más que cosas, personas.
El primer día de clases de 1993, compartía algunas, poquitas, certezas con un par de compañeros de primaria, algunas otras con gente conocida que iba al A o al C, pero que recayeron en el BOD, y muchas dudas con gente que no sabía qué esperarse ni qué ofrecer. Fue así que, una vez arreados por los preceptores, nos encolumnaron más o menos por las caras y nos derivaron a un aula cuando terminaron los saludos. Ahí fue que la vi.

Sería probablemente el hecho de ser realmente la única nueva, que no hizo la primaria en el colegio. O bien, que tuviera un apellido que yo conocía pero que ciertamente no sabía de dónde. No, nada de eso. Lo cierto es que me pareció bellísima. Tenía los ojos grises, con algún toque oscilante entre el verde y el ocre. Unos cachetes un tanto desmedidos para el resto de su anatomía. Y una sonrisa que no se vendía por dos mangos, pero que una vez desplegada, eclipsaba cualquier cosa que anduviera dando vueltas por ahí, el sol incluido. Demás está decir que me enamoré de Cecilia. Y eso, compañeros, fue lo más raro, lo más violento, lo más insufrible, lo más extrañamente agradable que me haya tocado vivir. El despertar de una sensación tiene la fuerza para derrumbar una montaña, pero la fugacidad de un insulto provocado por darle un rodillazo a la pata de la mesa. Quien no haya sentido esa sensación (el despertar del amor, no lo de la mesa), goza desde ya de mi infinita conmiseración. Pero no nos desviemos.

Creo haberles dicho que debíamos acomodarnos a nuestra nueva realidad, de estudiantes de nivel superior. Así que, por un lado, quedamos los que veníamos de 7° b, más algún agregado. Éramos un lindo grupo, estudiosos la mayoría, de familias conocidas entre sí la mayoría, y daba la casualidad de que la mayoría éramos, también, hermanos mayores. Y por otro lado, con buena onda pero con diferencias, quedó establecido el grupo de los capos, los jodones, los grossos, del cual obviamente yo no podía ser de la partida, y donde, naturalmente, fue a parar Cecilia, que, como los demás, tenía hermanos mayores que les proveían de ropa Rip Curl, música de avanzada (ya sea en la época, como Nirvana o Ugly Kid Joe, como símbolo de identidad, Rolling Stones por caso, o bien de concepción más política, Silvio, Milanés, etc), qué sé yo...onda.

Así que ahí salimos, a remar contra mis propios prejuicios, los de mi familia (que, como queda dicho, al ser hijo mayor no sabían bien dónde, cómo ni cuándo dejarme hacer o limitarme), los del grupo cool, porque debía mostrarle a ella, que yo no era sólo alguien que le dejaba alfajores debajo del banco, que no era sólo aquel que dejaba notas hechas con la compu, que tenía algo más que una sonrisa boba y nerviosa y comentarios pretensiosamente inteligentes pero objetivamente boludísimos para hacerle las pocas veces que se me acercaba, y que yo no era menos que los pibes con los que accedía a compartir tardes de juego de la copa, habitar casas abandonadas y, eventualmente, saborear esos labios que yo deseaba.

Recuerdo que esa noche, la del cumpleaños de la otra Cecilia, salvo ir al baño, servirme coca cola, o comentar una canción con el colorado, no hice otra cosa que mirarla, sentado contra la puerta del patio. Ella estaba cerca del equipo de música, las sillas escaseaban y yo, viendo que intentó sentarse, me ligué una linda cara de traste de Maxi, quien al final entendió y me perdonó que casi lo haya dejado caer al sacarle el asiento y dárselo. Luego de unos minutos de silencio, ella tomó el CD y puso el tema 5, que me toca desde ese día alguna fibra del pasado cada vez que lo escucho, pues vuelvo a ver sus ojos sintiendo que nada te importa en la ciudad. Oyendo su voz, naturalmente muy poco clara, cantando con énfasis que es como hablarle a la pared, y la recuerdo volviendo a poner el tema luego de media hora, sólo para nosotros dos, porque ella quería volver a escucharlo y yo quería todo lo que saliese de ella esa noche. Y no fue suficiente escucharlo 4 veces esa noche (y hubieran sido más, de no ser porque ya había gente aburrida que se dio cuenta de que el CD fue el mismo durante 3 horas); en los meses que siguieron puedo asegurar que escuché al menos una vez por día esa canción.

Intenté infructuosamente convencer a Cecilia de lo bueno que sería darme la oportunidad de ser su noviecito, ese año; y dos años después también. Nos guardamos un buen recuerdo del otro, lo sé, porque cada vez que nos encontramos (una vez cada 3 o 4 años), tenemos tela para cortar, hablamos un ratito de nuestras vidas, le cuento de mi mayor aburguesamiento, me cuenta que estudia teorías sociológicas post-postestructuralistas y un montón de otras cosas
a las cuales no sé ni con qué cuchillo se debería atacar, le cuento de mi separación, me cuenta de lo grande que está Antonio, y prometemos vernos en breve, aunque esta vez posiblemente yo cumpla y toque timbre.

Sé que debe seguir escuchando Silvio Rodríguez, pero no sé si sabe que me lo hizo descubrir; no sé si sigue escuchando Pearl Jam, a pesar de que me esmeré en grabarle un lindo cassette con los temas de Ten, Vs y No code. Aunque nada de esto siga pasando, ese pétalo de sal con forma de tema 5 sigue trayéndome a la puerta del salón a esos ojos grises con un poco de aspecto culposo pidiendo perdón por llegar tarde, y devolviéndome a mi espíritu la tranquilidad de que el flaco y Fito siguen cantando para este sueño, este sol, que ayer y hoy y siempre pareció tan extraño.

2 comentarios:

  1. podés creer que a tu misma edad, con mis amigas, escuchábamos el mismo disco de fito 400 veces al día????????

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  2. Llego 12 años tarde a este texto, pero agradezco haber llegado. Es muy hermoso todo lo que contás, gracias por compartirlo♥

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