miércoles, 28 de julio de 2010

Qué lindo que es estar en Mar del Plata...


Había planeado todo. Gracias a la ayuda de una compañera, averiguó la dirección del hotel donde iba a hospedarse la delegación, que incluía a ambas, su amiga y su objetivo. Le contó a su padre, menos por dejarlo tranquilo avisándole de su escapda (que no era la primera, ya conocía los bailes en Luján y los inicios en el amor físico que había realizado con el mismo modus operandii, aunque a éstas las avisó después de hechas) que para manguearle las llaves del derpa en San Bernardo, desde el cual tenía pensado ir y venir hasta la Feliz, estableciendo en su habitual lugar de veraneo su central de operaciones.

Al final, por varias razones, la económica en primer término -la dificultad de ocultar la movida a su madre durante más de un fin de semana era el segundo y más temido-, decidió reducir la excursión de reconquista a una salida el sábado por la mañana, y luego ver qué pasa. Así que salió en bondi hasta Moreno, luego el 52 hasta once, y de ahí subte y combinación a la estación Constitución, para colgarse del tren que pocos años atrás se publicitó como el que llegaría a Mar del Plata en 4 horas, y que él sabía por comprobación empírica que a Pinamar, destino anterior, no tardaba menos de seis.

Para sobrellevar este trámite, cargó en su mochila 4 ó 5 cassettes (antes del mp3 y todo eso, existían estos métodos arcaicos de música portable) de lo mejorcito que estaba escuchando por esas épocas, incluyendo el concierto grabado en un cromo directo de la Rock & Pop, de Page y Plant, y El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, que Mariana le había prestado, con la intención de que él no se quedara con la idea de que Gabo sólo hacía cosas como éstas. Devoró el libro, porque entre todas las cosas que maquinó para este Camel Trophy de la candidez adolescente, no tuvo en cuenta comprar pilas para el walkman, que enmudeció a la altura de Temperley.

Casi llegando a destino, se congratuló por su decisión de llevar el libro, que lo puso a prueba; "cómo una historia tan chiquita", se decía, "que cualquier tipo con ganas de escribir, la hubiese desarrollado en cien páginas, este colombiano la pone en quinientas", y cosas así, de las cuales, seguramente, tendría tiempo de arrepentirse. En esas conjeturas estaba cuando vio los andenes de la estación, y comenzó a caminar hacia el Hotel Corcel, guiado por las indicaciones de los quiosqueros.

Llegó a la termninal de micros, que estaba pegada al hotel, arrepentido de su arrebato. Si hubiera pensado un poco mejor la situación, si hubiera investigado un poco la ciudad antes de viajar, no habría viajado en tren, por obvias razones. Se consoló pensando que una profundización de las previsiones era una posibilidad segura de que alguien descubriese sus planes, y esta improbable hipótesis, con todo lo agarrada de los pelos que parecía, lo conformó. Se acercó al puesto de Havanna que se encontraba en uno de los locales del edificio siempre rebosante de gente con bolsos, y compró media docena de alfajores de chocolate, porque sabía que a ella le gustaban el chocolate y el dulce de leche, y que estos productos traían ambos, y del mejor, y ahora sí, al hotel.

La delegación de Hockey, de la que ella era integrante, había salido el día anterior, llegando a Mardel por la madrugada, con lo cual, a las siete de la tarde del sábado, recién estaban en los preparativos para salir a comer todas juntas, luego de acomodarse en las piezas y dormir la siesta. El lobby era un racimo de quinotos, tal era el color de los conjuntos que les habían provisto. La número cinco, que además de jugadora era amiga, y conocía a ambos, a él y a su obsesión, cuando lo vio en el hotel, no pudo evitar darse vuelta, con una cara que variaba entre varios gestos de desagrado, sorpresa y preocupación, que se resumen en un "ah, bueeeno!!!", sentidísimo. O sea que no contaba con ella para conseguir el tan ansiado contacto con su perseguida. Luego de hablar con su amiga, la que le había pasado los datos del hotel, le arrancó el dato del número de pieza, la llamó por el conserje y la entrevista se concertó.

-¿A qué viniste?

Ante la pregunta, que tenía iguales dosis de sorpresa, curiosidad, indignación y hastío, no supo qué responder. Se dio cuenta de que, tal vez, el hecho de olvidarse las pilas para el walkman no era lo más importante que no había pensado, ya que se encontró sin nada para decir. Es cierto que su intención era que una acción como la que él había encarado, la de cruzar las rutas argentinas sólo para verla, la conmoviese, pero también sabía de su carácter y su orgullo, y eso transformaba su iniciativa en, al menos, una ingenuidad manifiesta. De modo que, como pudo, con los restos de su cerebro ya freído y de su ánimo nada festivo, rescató de su mochila la bolsita con los Havanna.

-A traerte esto.

Y salió, con la satisfacción del deber cumplido, pero con la impresión de que el mensajero, sin esquela que traer, sin recado que dejar, sin noticias del frente de batalla, se había comprado una gran cantidad de números de esa rifa en la que se sorteaba su muerte. Paró en la peatonal, comió sin ganas, y enganchó un tren que salía hacia Constitución. Cuando abrió los ojos, el vagón estaba casi vacío, y fue víctima de un entusiasmo digno de mejor causa cuando vio que en el asiento de enfrente suyo, había monedas tiradas en la cuerina del mismo. Le alcanzaron para tomarse un taxi hasta Once.


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