jueves, 29 de julio de 2010

No lo abandones, él nunca lo haría.

-Código amarillo, Manuela Maisón 5657.
-Copiado, ya en camino.

La dirección les resultaba familiar a Diego y a Hugo; ya habían ido unas cuantas veces este mes, e Irene los atendía como podía, con su enfermedad y su pobreza a cuestas. Entraron en la calle de zanjas, que ya no podía se denominada "calle de tierra", con mucha precaución para no encajarse con la ambulancia, como ya había pasado en junio, cuando el barro hizo imposible el acceso y caminaron los doscientos metros desde el asfalto a la casa de la afectada, sabiendo que Beto no dejaría de ladrar hasta que los médicos no atendiesen a su dueña.

Una vez en la casilla, el ovejero alemán, con ojos tristes de perro viejo, miraba a la mujer con la que vivía desde aquella tarde en que un Renault 12 no pudo frenar y le rompió la pata; ella lo levantó, lo llevó a su hogar (no éste, el que habitaba con su familia), lo curó como pudo y lo mantuvo a su lado aún en las peores circunstancias (viudez, abandono, y todo lo que trae ser pobre en el tercer cordón del conurbano). Irene les explicó lo mejor que pudo, con sus pulmoes arruinados por una neumonía que se resistía a tratar para no perder sus trabajos en las casas que limpiaba, los nuevos síntomas y las indicaciones que le habían dado en la clínica, las que siguió y también las que no siguió. Los de la emergencia le ordenaron reposo, y que consiguiera, cuando se le acabaran los que le estaban dejando de muestra gratis, los remedios que le recetaba el doctor.

Dos semanas más tarde, el llamado volvió a ser motivo de visita de los empleados de la emergencia, quienes ya habían notado que Beto oficiaba de portero y de maestro de ceremonias de una reunión que distaba de ser placentera, pero no se despegaba ni de Irene ni de los médicos, hasta no ver en su ama algún gesto de tranquilidad. Y esta vez, este gesto no llegó, ya que el estado general de la señora empeoraba, así que fue necesario llevarla a la clínica (en un arresto de lucidez, uno de los patrones le costeaba el servicio que incluía no dejarla morir en el hospital, para mandarla a sufrir lo indecible en la única y decadente clínica privada del centro del partido) e internarla para estabilizarla. Beto seguía todos los movimientos con cierta calma. Pero sus ojos transmitían mucho más. Cuando la ambulancia llegó a la clínica, Gastón se asombró:
-Che, Hugo, ¿ese no es el perro de la enferma?

Hugo no lo podía creer, y tampoco lo podía negar: Beto los había seguido, tan rápido como le dieron las piernes, tan agitado como su corazón, y montaba guardia frente a la entrada de ambulancias de la clínica, que estaba a la vuelta, al lado del acceso a las oficinas de la empresa de emergencias. Allí se quedó los cuatro días que Irene estuvo internada, escrutando a cada uno de los médicos, camilleros, enfermeros, que veía entrar y salir, con esos ojos que no podían sino mostrar el alma en un hilo que ese animal tenía, el miedo a quedarse solo, la imposibilidad de hacerse entender para que alguien lo tranquilice. Al cabo, era lo más cercano y parecido a un familiar, que ambos tenían.

El último frío de agosto fue, también, el del último llamado. Ya era inaudible la voz de Irene, el sonido como de papel estrujado cada vez que intentaba respirar llenaba el caudal que atravesó la línea telefónica, y el código subió un color, al rojo furioso que indicaba la proximidad de un desenlace fatal. El perro lo sabía, y no dejó de ladrar severa y copiosamente hasta que Hugo y el médico lograron derribar la puerta y subirla a la ambulancia. Mientras el médico y el enfermero trataban de estabilizarla con la máscara de oxígeno, el conductor vio por el espejo retrovisor el galope desesperado de Beto, tratando de alcanzar el móvil 3, que ya estaba por entrar a la clínica.

Tras doce días de agonía, el corazón de Irene se cansó de preguntar en silencio por Beto, y afectado por unos pulmones que ya se declararon en huelga de aire, dejó de latir. El animal, desde el momento en que llegó a la clínica, no se movió, esperando noticias de su ama, y Hugo se autoasignó la tarea de mantenerlo alimentado mientras durara la estancia de Irene. Cuando ésta renunció a la vida, no tuvo el coraje para mirar a los ojos a ese perro que nunca abandonó la puerta de la emergencia, esperando ver salir de nuevo a la que le había salvado la pierna y las ganas de seguir andando. Hasta que por fin, Un día de lluvia luego de tres del suceso funesto, Beto lo miró, Hugo soltó una lágrima que no llegó a frenar, y el perro pareció entender.

Hace cuatro años que Beto monta guardia esperando ver salir a Irene, y nunca se movió de la puerta de la emergencia. Aún los nuevos médicos y los enfermeros que entraron después de ocurrida esta historia, lo conocen como "el perro de la Eme"; si entendiera, creo que se enojaría. Beto ya tiene una dueña.



2 comentarios:

  1. ... y asi historias como estas... nobles sentimientos de una especie biológicamente "inferior" que sin embargo pareciera darnos alguna lección. Muy sentido.

    Pantera Rosa.

    ResponderEliminar
  2. y finalmente el hombre estará a la altura cuando aprenda a entender su lenguaje. Mientras tanto, nos siguen teniendo paciencia para explicar el concepto de lealtad.

    ResponderEliminar