miércoles, 17 de julio de 2013

Iluminado, encendido y quemado.

                Y ahora no puede ver el sacacorchos sin ver un rinoceronte. Así que elige el whisky para no tener que destapar una botella. Y mira un poco atrás, y ve un bar lleno de caras que no dicen mucho, y la ve. Y se la presentan, y charla. Y se ríe, y baila como hace tiempo no lo hace ni tiene ganas de hacer. Con movimientos desacompasados pero desvergonzados, también. Y tira centros que son pases a la red, y ella cabecea todos y son gol al final de la noche; y se aprende su teléfono de memoria, porque ni puede teclear el número y guardarlo de lo herido por el fernet que Candela le canjeó (este no es Branca, fijate, dale). Y al fin se convence de que huele bien, y ese perfume es su gloria por un instante. Y sabe que el ex no es ex pero le cree, y le posterga una y otra vez la fecha de casamiento. 
               Y cómo no la llevó...

             Y las deudas de juego se pagan, entonces organiza la comisión para concretar la cena que era un medio, que siempre fue un medio, y el vino que el rinoceronte (¿o es un delfín?) descifra sabe a éxtasis por anticipado, a ese par de cuerpos que son uno, al rodar de los dos en la penumbra; ese fuego en pleno invierno, la noche larga que no acaba pero vive y goza y ríe, la idea que uno dice y es (era...fue) de los dos, el abrazo y sentir que en esa mujer hay muchas que sienten lo mismo pero con otro nombre. Y los cuentos que se cuentan una y otra noche no son iguales, porque ya la segunda historia hablaba de él y de ella.
            Y qué le había faltado una hora antes para darse cuenta que no era una buena idea...

          Y la irrefrenable, laxa, candente, fría, absoluta, incierta, lacerante, gratificante sensación de estar en una fogata que dura poco, que arde y alumbra, mas es robada, usurpada, y a su vez con la impresión vívida de un trono cedido, de una clandestinidad casi legal, de un incipiente código común de señas y tecnología, de cuándo y cómo responder un mensaje, y de última ya nos vamos acostumbrando al otro.
            Y entonces por qué tanto apuro, con qué necesidad ese texto que ni siquiera era suyo...

            Y ese flash de verla respondiendo lo que nadie preguntó, proyectando (él creía) sus sensaciones, y él defendiendo su autonomía para enroscarse sin daños al resto del pasaje, pero viviendo esa diferencia como un tesoro mal habido, que al fin y al cabo, ni más ni menos, lo era. Y sintiendo que ese universo compartido, por su misma naturaleza ilegal, culposa, a destiempo, tenía los días al menos contados, o amenazados. Pero no tanto ni tan pronto. Y otra noche de deseo y hermoso encuentro hasta con la ayuda de la lluvia (que justo apareció) y de la luz (que justo se fue), con la agridulce necesidad de explotar y no lograrlo, con una conexión más allá de lo carnal que, creyó él, daba para seguir explorando. Pero no, la suerte le estaba negada, parece, y el partido de truco que permitió el encuentro le pareció, una vez que el destino mostró las verdaderas cartas, una mano de poker arreglada, con la escalera servida pero sin fichas.

                                Encandilado, se dijo "nos veremos otra vez". Como si lo mereciera.



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