martes, 23 de febrero de 2010

Para pretender, el mundo es largo...


Cuando en la mano sólo tenés un martillo, lo único bueno que te puede pasar es que te lluevan clavos, pensé, y fue lo único que me animó. Mariana era (se notaba) una mina ya hecha. Mucho más grande en edad y en vivencias, no fueron muchos los datos que pude recabar entre mis conocidos, aunque de a poco fui sabiendo: que era guardavidas en la sociedad Italiana, que había tenido una historia con el dueño de la zapatería donde trabajaba –donde yo la descubrí-, que tenía una moto roja, y que no era yo solo el que pensaba que estaba buenísima. Guille un día se ofreció a hacer mi recorrida laboral para verla y lo confirmó.
Todo este cardumen de datos, sumado a mi implacable timidez, obligó a que fuera muy pensado el martillazo. No tendría muchas posibilidades de pegar. Entonces, fui a lo seguro, a lo que no falla, al certero zarpazo del león: dejé una nota anónima, al costado del local, donde sólo ella accedía para guardar el scooter cuando volviera de almorzar.
Me sorprendí la tarde siguiente, cuando en el mismo lugar, encontré el reverso de mi nota, con una letra que no era la mía, que pedía muy poca información:
-¿Edad? (sin mentir)
Mi siguiente misiva, ya fue firmada. Respondí a su pregunta, con una verdad a medias:
-En enero cumplo 23.
Y era a medias, porque sí cumplo en enero. Pero eso fue a fines del 99, con lo cual a la respuesta le sobraban tres años. De todos modos, días más tarde, me apersoné en el local, presentándome como un amigo al que le gusta escribir a las mujeres bellas. Como era de suponer, la mentira duró poco, y quedó abierto el juego. No me echó a patadas, y eso ya era una buena señal. Sobre todo luego de poder mostrar mis verdaderas intenciones, al mismo tiempo que la hacía reir por primera vez desde el inicio de nuestra charla.
-¿Qué estás leyendo?-dije, señalando con un golpe de mentón al ejemplar que dormía al lado de la registradora.
-“tus zonas erróneas”-respondió interesada, ya que le había informado de mis estudios. Esperó un juicio crítico del libro, pero recibió muy otra cosa:
-Y decime…¿cuáles son tus zonas erróneas? Porque, la verdad, no se ven…
-Todos tenemos zonas erróneas, vos también las tenés- me tiró, haciéndose la desentendida. Pero entendió. Y sonrió, por primera vez, para mí.
Con el primer martillazo asestado, intenté más acciones destinadas a torcer su voluntad, que era, claro, no darle bola a un muchacho diez años menor que ella. Por eventualidades que aproveché, como que un amigo viviera cerca, logré conseguir su dirección, de su propia boca. Y una vez confirmado el dato, me aboqué al mazazo final, lo último que en mi mente inexperta y fantasiosa y desconocedora por completo del alma femenina y del sentido de la ubicación, consideraba como el golpe maestro que me aseguraría el éxito, la gloria o Devoto pero sin la parte que puedo ir preso. Los hechos me demostrarían que me apuraba a eliminar la segunda parte de la consigna.

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