miércoles, 16 de junio de 2010

Coming back to life

Pensó que antes de bañarse, andar un rato por la playa era un buen plan. Así que se sacó las ojotas, se puso las zapatillas, agarró la campera y se dirigió con toda la velocidad de la que disponía, cargando la silla, el mp3, Las partículas elementales a medio leer, y encaró la escalera para no esperar el ascensor. Cruzó sin prisa y sin mirar la desértica Costanera, que en verano le había llegado a hacer perder sus cinco minutos, y desplegó el asiento portable de frente al mar.

Las marcas de la lluvia eran recientes, pero el cielo no se mostraba amenazador, más allá de su tono gris. El viento era calmo, casi indolente. No le provocaba esas típicas meriendas de arena tan usuales en otra parte del año, y al mismo tiempo que se percataba de ese detalle, miró hacia ambos lados y vio la extensión de esa playa que de diciembre a marzo no tiene huecos sin gente. No recordaba la última vez que vio a su San Bernardo casi para él, y tal vez por eso casi ni lo recordaba con gente tampoco, ya que habían pasado varios veranos sin su presencia, que sentía casi como una obligación que no disfrutaba en lo más mínimo, cuando caminar hasta el muelle de Mar de Ajó o hasta La Lucila no se habían convertido aún en una réplica incómoda y desubicada de un martes en Florida y Lavalle.

De modo que, inflando el pecho, respiró el aire del mar, se detuvo dos o tres segundos que le resultaron eternos tratando de calentar ese torrente gaseoso en su nariz, y por último, se calzó los auriculares y se dejó caer pesadamente en el silloncito playero. La pava en el depto no le preocupaba, el sol no molestaba, más bien todo lo contrario (casi que se hacía desear), y una vez que encontró la posición, entrecerró los ojos y cantó en una voz apenas audible pero llena de goce, una canción que hablaba de que soñar no cuesta nada más que tiempo.

Fue allí que, abriendo un ojo para pispear en el display qué tema seguía, se encontró, como si recién hubiera aparecido, o como si no lo hubiese reconocido en un primer instante, con su majestad el Mar Argentino, representante plenipotenciario del océano. Se dejó conmover por la inmensidad, creyó estar en un lugar que no merecía; sonrió con vergüenza de sentirse muy poco merecedor de tal regalo, de tal sensación de plenitud y de menesteroso regocijo. Creyó entender a quienes aseguran que no hay posesiones que te garanticen una vida plena.

El viento, ahora sí, era importante pero no molesto, fuerte pero no invasivo. Como queriendo participar de la reverencia con la que saludaba al mar, lo abrazó con una ráfaga de esplendor y solvencia que le desordenó los escasos pelos y le refrescó la mente. Se sabía afortunado, pero ahora simplemente tenía una compasión por casi toda la gente que conocía, tan intensa que, si no fuese tan pura, podría haberse incluso confundido con la lástima.

Una sombra que le llegó por el rabillo de su ojo izquierdo lo sacó de su ascética contemplación; ella le estaba ofreciendo un mate, menos apurada que extrañada y divertida por la mirada perdida del que (sabía) era su enamorado. Él tomó con sus manos la calabaza, la miró a los ojos, se sacó el auricular izquierdo para oir lo que le decían ella, el mar y el viento, pero sabiendo que no los escucharía; sólo tenía espacio en su mente para creer que no habrá nadie en el mundo que pueda discutirle o negarle, desde ese momento y para el resto de sus días, que la felicidad existe.


1 comentario:

  1. Profesor, excelente manera de representar lo efímero del segundo a segundo.

    Puedo decirle que logré sentarme, sentir el viento y hasta imaginar la temperatura de la calabaza en la mano.

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