sábado, 20 de marzo de 2010

Qué habré pagado en el último peaje...


El tránsito estaba complicado, pero no más de lo habitual. De todos modos, seis y media era un buen número, si tenía que llegar a Flores a las siete. El calor de diciembre se hacía sentir, y probablemente influyera en su estado de ánimo, la altura de su ajetreado año, con separación incluida. Como los últimos martes desde, al menos, octubre, era difícil hacer rápido el obligado paso por el peaje de Parque Leloir, con lo cual tuvo que desviarse al nuevo callejón que abrieron, a modo de ampliación, con preferencia para camiones.

Tratando de asegurarse cambio para pagar la cancha de fútbol (acontecimiento que lo obligaba a viajar cada martes), los peajes del regreso y la ropa del laverap, tomó un billete de cien y lo puso en el portamonedas, esperando su turno atrás del Clío con calcos de Los Piojos y Chango Mar del Tuyú. “Si uno de cada tres que tiene calco de Chango fue a ese boliche, ya pasó medio país”, pensó.

Algo que le llamaba la atención de las cabinas de ese puesto de peaje, era que las chicas que había visto trabajando en ellas, no le parecieron nunca lindas, y eso que había visto cientas, por no decir miles. Prueba de ese hecho, es que no se acordaba ni aunque quisiera de ninguna de sus caras. Y había enarbolado una teoría para los McDonald´s, que se aplicaba a este caso. Y que decía que, presentándose una señorita de aceptable belleza a solicitarle trabajo al payaso o a sus clérigos, éstos le agradecían la visita pero le solicitaban, en tono imperativo, datos de alguna prima fea para, a esa sí, darle el puesto. “Si no, no se explica semejante concentración”.

De todo eso se olvidó cuando vio a la peajista (peajera es poco descriptivo, además de un poco tendencioso), ya que, al margen de que le hacía acordar mucho a alguien, una sola se encargó de desarmar la teoría sostenida por miles de anónimas, y no tan anónimas si se ponen el cartelito –y en el mismo no dice, ponéle, “Andrés Gómez”- muchachas cobradoras. No era de una belleza arrolladora, pero sí una muy interesante rubia, con el pelo enrulado (ya sumó mucho) y un anillo tatuado en su anular izquierdo. OK, no son muchos datos, pero acuérdense dónde la vio, cómo, cuánto apuro tenía, y sobre todo, cuánto tiempo puede pasar antes de que los elegantísimos representados por el gremialista Moyano usen sus instrumentos de tortura auditiva. De todos modos, se felicitó por pagar con un Roca, que le dio unos segundos de changüí. Y antes de poner primera, volviendo a mirar de reojo a la cabina, creyó ver una sonrisa metida de contrabando, dirigida a él. Sabía que no iba a poder dormir luego de eso.

Los últimos días de diciembre desataron el furor turístico de la época, con muchísima movilidad de coches, con más trabajo para los peajes, y eso no siempre es negativo, ya que algún jefe se apiada de sus empleados, y se levantan las barreras para que el coro de bocinas no sea un instrumento válido para la protesta (y aún así muchos pasan gratarola y apoyando sus delicadísimas manos en el volante haciendo de su queja un sinsentido). Y lo invadía la sensación agridulce de ahorrarse $3,20, pero de perder la mínima chance de avanzar en lo que él creía un algo con la peajista. Por las dudas, se metió en el mismo callejón, intentó ir hacia la misma cabina, y sus predicciones fueron acertadas, ella estaba ahí. Sólo que con el vidrio cerrado, ya que por un rato tenía que obedecer y dejarnos pasar. Y allí, por segunda vez, volvió a creer haberla visto sonreírle, a través de ese cristal semipolarizado que dejaba mucho lugar a la imaginación, y con mucho menos tiempo aún de hacer nada, urgido como estaba por pasar y no detener a los demás enfurecidos ventajeros.

Los días siguientes, hasta el próximo martes, fueron larguísimos, y miles y miles las cosas que pensó para generar el acercamiento. Ninguna le pareció viable (muchas incluían elementos fantásticos e imposibles, tan ridículos que huelga mencionarlos), y la mejor fue anotar en uno de los papelitos del peaje su teléfono y nombre, agregando “quiero conocerte y no sé cómo hacer, llamáme”. Cansado de pensar boludeces, se felicitó y renunció a mejorar ideas, quedándose con esa. Pero ese martes no encontró a su objeto de desvelo. Pensó que podía estar de vacaciones, y eso lo tranquilizó un poco. Se acordó que en dos semanas él mismo saldría de vacaciones, y dejó de estar tan calmo.

Saber que el dolor que tenía, ahora, en la pierna, lo alejaría del fútbol, y por ende, del peaje hasta la vuelta de sus vacaciones, lo puso peor. Y empezar a considerar opciones negativas, que es lo que hace todo mortal con tiempo al pedo, lo llevó a razonar que por ahí renunciara, la echaran, y nunca nunca nunca más podría saber de ella.

Hasta que marzo lo encontró curado, y retomó el fútbol. La costumbre de pasar por esa cabina no la dejó, pero no eran los horarios ni los días de siempre los que lo encontraban viajando par a allá, así que la esperanza se renovó ese martes. Antes, él creía, deseaba, imaginaba, quería ver, la sonrisa de la peajista. Esta vez, ella no estaba en la segunda cabina, sino en la primera. Ya no había chance de poner marcha atrás y cambiar de carril, pero quiso probar sosteniendo la mirada a través del fierrerío y las columnas y los camiones. Y ahí sí, lo confirmó. Ella le sonrió, al final de ese cruce de miradas, sostenido por ambos sin ganas de cortarse.

Envalentonado, le preguntó a quien le cobraba (con cien, obvio, para demorar un poco), cómo se llamaba.

-Zaida- le contestó.

-¿Y el apellido?- apretó él, consciente de los cuasimilagros del facebook. Con el nombre no alcanzaría…

-Ah, no lo sé, pero tiene el cartelito…-quien me hablaba, no lo atendía, pero por la cara que le puso él, entendió. –Ah, claro…vos pasaste por acá…eh…no, pero no lo sé.


De todos modos, ya el hecho de averiguar algo y que la peajera supiese de su interés, pues no dudaba que la gordita le contaría a Zaida, ya era un gran avance. Bueno, gran no. Pero algo había.

Cuando le dejaron de temblar las piernas, él pensó mucho en la sonrisa de Zaida, en cuántos sufrirán eso mismo que a él le pasaba, si era una mirona que disfrutaba eso, y también pensaba en cómo sería el sistema de rotación de cabinas. No lo entendía. Otra cosa que no entendía era la cantidad importante de policías que siempre veía en cada puesto de peaje. No tenían entidad para multar a los infractores. No hacían controles a los automovilistas como a veces hacen en las rutas. No hacían cumplir la reglamentación (que inventó algún genio que trabaja en la cabina) que se anuncia en los carteles: “prohibido tocar bocina”. Realmente, le parecía ociosa esa presencia…

Esperando un buen güiño del destino, encaró el martes hacia la primer cabina del callejón. No tuvo suerte, y de hecho ni siquiera pudo divisar las otras casillas, con lo cual su decepción sólo fue superada por la sorpresa que le causó la seña de un policía que lo instó a detenerse inmediatamente que terminó de abonar. Vio la cara del oficial, también, transfigurada por la sensación que da hacer algo que no entendemos. Él miró por el espejo retrovisor, y vio una cabellera ondulada y rubia asomándose por la tercera cabina. Entonces, él entendió. Y sonrió.

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